Honestamente, cerrar las puertas al foráneo es una crueldad. Ahora bien, pensar que abrirlas acrítica e incondicionalmente es la ayuda que necesita es ingenuo, además de que decidir cuánta gente puede entrar en un país, que seguramente sea menos de la que despierta la solidaridad, constituye de por sí un asunto muy desagradable. La tutela de los menores que llegan a España es una obligación legal del Estado, igual que la de socorrer los naufragios, pero los cuerpos de seguridad, los servicios de emergencia sanitaria y los centros de acogida llevan mucho tiempo desbordados (tampoco se les dota de medios suficientes) por una inmigración que, en sí misma, es desbordante. A su vez, los inmigrantes tienen el deber de integrarse en el país de acogida y quienes migran normalmente no pueden asimilar su vida a la de los nacionalizados ni aún con el paso de los años. La lengua, las costumbres, la burocracia, las posibilidades laborales, el nivel adquisitivo… terminan por distinguirnos a todos.
Por otro lado, detrás de la llegada masiva de inmigrantes no es difícil reconocer la actividad de las mafias y los Estados tienen el derecho de regular los flujos migratorios y de combatir las actividades criminales.
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