En sí mismo, nada tiene de malo el llamado revisionismo histórico, pues la interpretación de los hechos pasados puede, y debe, estar sujeta a discusión. Constituiría ello un elemento básico de la disciplina historiográfica.
Sin embargo, todo tiene un límite, pues no es admisible afirmar que lo blanco sea negro o viceversa, como tampoco lo es la negación de lo evidente. Aquí sí que no podemos aceptar “pulpo como animal de compañía”, por recordar el famoso anuncio, para seguir jugando, o en este caso debatiendo, con quienes, en un momento dado, y está ocurriendo cada vez más a menudo, cruzan la frontera que lleva de la racionalidad al delirio. Ya que hablamos de un límite, estaría el mismo marcado por la racionalidad y la verosimilitud, sin la cuales campearían a sus anchas el anacoluto y la farsa.
Pero gran parte del revisionismo de hoy se sustenta sobre el anacronismo; en las Facultades de Historia de antaño, el mismo era considerado uno de los principales males de la disciplina de Clío; desconozco si continúa siendo así hogaño, pero no lo parece.
¿En qué consiste el anacronismo? Pues en observar y evaluar los hechos, andanzas e ideas del pasado con los ojos y prejuicios del presente o, incluso, lo que ya es el colmo, trasladando instituciones y/o geopolíticas de hoy al lugar pretérito que se considere o que interese. De este modo, el anacronismo se utiliza como principal medio efectivo de manipulación del pasado, y se maneja mucho sin que los historiadores profesionales protesten demasiado por ello. En “Apología para la historia o el oficio del historiador” (obra póstuma), el historiador francés Marc Bloch, fundador junto a Lucien Febvre de la “Escuela de los Annales”, calificó al anacronismo como pecado imperdonable para el investigador histórico. En relación con ello, la anacronía se solía presentar como amenaza para los historiadores, al tiempo que se invitaba a desconfiar de la misma ya evitarla. Hay, no obstante, quienes la defienden, pero considerar que las reglas del presente sirvan para el pasado de manera universal nos aleja de ese tiempo cuyos rasgos queremos explicar y comprender.
Sugerir, verbigracia, que, en el primer tercio del siglo XVI, ya existía México como el Estado que hoy conocemos (eso se infiere de algunas cosas que se vienen afirmando) resulta hilarante; si además discurrimos que fue invadido por otro Estado, aún en ciernes pero que se corresponde con su homónimo actual, llamado España, el asunto toma tintes, y perdón por la expresión, de puro descojone, al proponer ideas o conclusiones que no difieren gran cosa, por su grado de absurdo, de las del terraplanismo. Sin embargo, no abandonan, alarmados, sus covachas de marfil los historiadores oficiales, encerrados, tal vez, en la cárcel conceptual del equivalente actual a la escolástica de otro tiempo. Y cada vez más, poco a poco, cualquier sandez se difunde por los medios y las redes como si se tratara de una idea razonable.
Así es que se afirman ese tipo de majaderías desde las propias alturas de los Estados, y se argumenta en torno a ellas como si albergaran algún atisbo no ya de lógica, que es mucho pedir, sino del más elemental raciocinio. Lo de México es un ejemplo, pero hay muchos más. Los negacionistas, o terraplanistas, de la Historia parecen tener más suerte que los de otros campos. No queda claro, o tal vez sí, el motivo. Afirmó Polibio, y ya ha llovido, pues vivió en el siglo II antes de Cristo, aquello de que “la humanidad no posee regla mejor de conducta que el conocimiento del pasado”. Frente a ello, parece predominar hoy la tendencia a desconocerlo, o incluso a falsearlo, tal vez como método para inducir las fantasías políticas que dan forma a los sueños húmedos de los liberticidas.
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