Parece ser que, en esta nueva época y en estos tiempos que corren, para algunos, lo importante no es estar comprometido con los derechos de las mujeres y con la justicia, sino que, lo verdaderamente importante, es aparentarlo.
Imagen de Alberto Ortega / Europa Press
Tal es así que individuos como nuestro chiacchierone Iñigo Errejón ha dejado la política, así como de sorpresa ante todos sus correligionarios. O quizá, no tanta sorpresa, precisamente ante sus seguidores, ante ese grupo político que se dio en llamar Sumar, y al que Alfonso Guerra le tilda de restar. Dudo que no se estuviera cociendo, a fuego lento, en el interior de dicha formación la decisión ahora tomada por el diputado en cuestión. De todos es sabido que «las recetas» se preparan en la cocina.
En cierta manera no deja de ser algo sorprendente para el ciudadano de a pie, para el obrero, para el currito que acolcha los sillones de parlamentarios con sus impuestos ganados día a día. Extraño y sorprendente porque a nadie le cabe la menor duda de que de la política se vive muy bien, aunque para eso sea necesario aprenderse una ideología que luego no se ejecuta.
Parece que las prisas le han acuciado al orador de Más País, de Más Madrid, o de Sumar, en su inesperada decisión, poco tiempo después de que otra periodista publicara en su instagram determinadas y supuestas insinuaciones sobre la proclive violencia machista del insano depredador parlamentario. Insinuaciones llegadas, así como de soslayo, sin nombre ni apellidos.
La cuestión es que Iñigo Errejón, lejos de enfurecerse por la publicación de tan nefandas insinuaciones, en su propio perfil de la misma red social, nos suelta una perorata a modo de despedida donde se autocompadece de su debilitada salud mental, como consecuencia, eso sí, del patriarcado y del neoliberalismo, por el que se debe haber sentido atrapado no solo en el escaño que ocupa, sino también entre las sábanas húmedas de dominación romana.
Enlazando con el principio de este artículo y el tema de la apariencia, al recuerdo me viene el caso de otro altavoz de ideología aprendida del compromiso con y para las mujeres. En un excelente artículo escrito por la periodista Marga Zambrana se saca a la luz el caso del periodista Peio Riaño, un falso ariete del feminismo radical, cesado por su propio periódico tras ser acusado de acoso laboral a una compañera, no sin que, muchos meses atrás, el propio medio para el que trabajaba, de ideología feminista y progresista guardara en silencio los avatares del divo redactor. Cobijado, eso sí, por el silencio y la cobardía del resto de periodistas. Bien es sabido que hay que tener mucho coraje para enfrentarse a una ideología de grupo que antepone su doctrina a la justicia y a la veracidad de los hechos. El denunciar o desvelar corrupciones o abusos de poderosos en este país sigue siendo un tema espinoso que puede condenarte al ostracismo y al desprecio, revictimizando al insensato o insensata que tuviera el valor de hacerlo.
No hay nada como enarbolar la bandera de la izquierda y el progresismo para creerse que uno tiene bula papal para hacer y practicar todo aquello que denigra en sus apasionados mítines de atril y sillón frente a las demás señorías. El propio Neruda, a quién en tantas fotos hemos visto enarbolando la bandera de la libertad, de la república, de la igualdad o del fascinado comunismo, cuenta, de su puño y letra, en sus memorias, como cuando estaba en Ceilán, cada mañana defecaba en un cubo que aparecía limpio a la mañana siguiente. Intrigado por el misterio que le causó la limpieza de su cubo de excrementos se despertó temprano uno de esos días para ver quién realizaba esa labor. Entonces descubrió que una bella joven era la que se encargaba de retirar su pestilencia intestinal, circunstancia esta que llevó al poeta a obsesionarse con la joven. Tal es así que un día, según cuenta él mismo, «una mañana la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara». La muchacha de raza tamil, o de la raza de los parias en la India, fue arrastrada hacia su cama y allí la violó. Una mujer, considerada de raza inferior, humillada por un sistema clasista que la obligaba a aceptar cuantos abusos fueran cometidos por alguien de casta superior. Todo un diplomático chileno que decidió pasearse en los albores de la II República para convencernos del buenismo estalinista con sus versos: «Me gusta cuando callas porque estás como ausente». Un tipo que, según el poeta bilbaíno Juan Larrea, posaba en los salones y en las redacciones de los periódicos, adonde a veces se hacía acompañar de algún obrero-vestido-de-obrero. O que acudía a los cócteles vistiendo, él mismo, una boina sobreusada y una especie de pelliza proletaria mostrando su desacuerdo con el modo de vestir natural de las gentes que allí se reunían. Claro que había dejado el Oldsmobile a la puerta, lujo inaudito, creo —dirá Larrea— para todos los allí presentes.
Puede que en mi juventud leyera los versos del poeta chileno fascinado por esa tendencia inocente hacia el amor y hacia los ideales de izquierda, pero ahora que soy más viejo y perro, no me creo nada de tanta pirotecnia. Los escritos de Neruda, manchados por su propia existencia vital, me resultan tan empalagosos, falsos y vanidosos como los discursos o las publicaciones en instagram de nuestro egregio chiacchierone Iñigo Errejón, diputado de apellido impetuoso.
Quizá, por dar ese pie a la presunción de inocencia tan devaluada, Errejón nos sorprenda e inicie las correspondientes acciones legales por el ataque a su dignidad. Quizá piense que sea mejor callar y no levantar la liebre. Vete tú a saber.
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