Recuerdo allá por el año 2015 cuando Jorge Bergoglio (papa Francisco I) declaró bajo una seguidilla de atentados terroristas que “estamos ante una Tercera Guerra Mundial que se pelea por todas partes”. Aunque, según mi opinión, el papa no siempre ha acertado en sus juicios, creo que, en esa ocasión, tenía parte de razón. Desde entonces el violento panorama ha ido creciendo exponencialmente.
Si evocamos la frase de Hegel, popularizada por el joven Marx, que “la historia se repite dos veces: la primera como drama y la segunda como farsa”, vemos pues que la conciencia colectiva cree que las catástrofes políticas pueden revivirse cíclicamente. Es algo que siempre estuvo en el imaginario social. Lo que llevó al psicoanálisis a hablar de “trauma”, ese “clivaje” o “marca psíquica” que deja una crisis y que nos inunda perpetuamente como una sombra. Nos transmite la impresión oscura que ante situaciones similares algo puede duplicarse. Como humanidad cargamos con los fantasmas de dos terribles experiencias. Es inevitable interrogar, ¿puede haber una tercera?
La respuesta no la conozco, pero si miramos detenidamente los acontecimientos mundiales sin hacer odiosas comparaciones todo indicaría que sí, o por lo menos todo parece preparase para tal escenario. La invasión de la Federación de Rusia a Ucrania, la amenaza de Vladimir Putin para la utilización de armas nucleares, asimismo la implicancia directa de Corea de Norte, el complejo panorama de la OTAN, sumado a la guerra abierta en Oriente Medio sin olvidar los coqueteos de China con Taiwán para una eventual ocupación, todo aparenta señalar que las naciones se reúnen para un “Armagedón” de proporciones escatológicas.
Sin embargo, las opiniones están divididas. Es posible que todo se encamine hacia ese “telos”, pero también es muy probable que ya estemos viviendo esas circunstancias sin que nadie todavía lo admita. Es preocupante que cuando se declare -si es que se declara- el infierno tan temido ya sea demasiado tarde y los sucesos estén sobre nosotros. Mientras, seguimos con nuestras vidas como si nada. Como si no quisiésemos mirar lo obvio. Empero, tengamos en cuenta un detalle no menor.
Cuando pensamos en los grandes conflictos del siglo pasado, estos obedecieron en parte al proceso de descolonización ante una necesidad de dibujar otras fronteras. Hoy las coyunturas son otras. Nos atraviesa un decurso de decadencia moral, filosófica, religiosa y espiritual. Donde sí se declarara una Tercera Guerra Mundial no sería tal vez como las ya conocidas, tendría otra lógica, tendría la lógica que en definitiva tiene.
Después de la caída del Muro de Berlín estamos viviendo en un orbe fragmentado repartido en multicentros de poder. Es un “choque de civilizaciones”. La lucha por la hegemonía global es descarnada. No obstante, todavía seguimos en la esfera ideológica del siglo anterior. Este milenio clama por definirse. En un mundo sin tiempo, atravesado por lo líquido y por la inmediatez, por la vertiginosidad de lo virtual y por el vaciamiento del sujeto que no sabe bien en qué época vive (y quizás ni siquiera le importe), donde la historia ha muerto y cada quien vive para pensar solo en sí mismo, una Tercera Guerra Mundial quizá esté ocurriendo en estos precisos momentos y no tengamos la capacidad de comprender el presente.
Dicho esto, no puedo menos que evocar lo que dice el evangelio de Mateo 24: 38, 39: “Unos pocos días antes del diluvio, la gente seguía comiendo y bebiendo, y se casaban los hombres y las mujeres, hasta el día en que Noé entró en el arca. No se dieron cuenta de nada hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos”.
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