“La muerte y la vida están en el poder de la lengua, y los que gustan usarla comerán de su fruto” (Proverbios 18:21). Ayer vino a mi casa un señor para cortase el pelo. Se sentó en la silla y sin mediar palabra, me suelta que fulanita de tal le habló mal de mí. Y según lo que le dijo, ella tenía razón. ¡Hombre claro!, no se va a tirar piedras a su tejado, le dije yo, ella le habrá contado lo que quiso, pero antes de juzgar usted debería escuchar mi parte. Pero mucho me temo que si usted fuera un hombre cabal: en primer lugar, se habría guardado ese comentario, en segundo lugar, no me habría juzgado antes de escuchar mi versión y en tercer lugar, no habría dejado hablar a esa persona cuando empezó a pelarme. Pero ya veo que usted es de los que van propalando insidias para enfrentar a la gente… Al terminar yo de decir estas cosas, el señor se levantó de la silla y se fue. Uno menos y uno más, me dije: un cliente menos y uno más en la cola de los críticos. Más tarde me pregunté si en alguna ocasión cometí yo el mismo error, o algo parecido a lo que hizo ese señor, si yo era también era un cizañero insidioso. Me puse a escarbar en mi biografía y sí, encontré algo. Y me dije que nunca más lo haría. Y dentro de mí le di las gracias al cliente que no volvería a pisar mi casa...
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