El nacimiento del primer hijo te estrena en una serie de sentimientos, pensamientos y comportamientos que nunca antes te lo podías haber imaginado. Recuerdo que cuando mi primer hijo tenía unos 5 años, los domingos lo llevaba al parque. Entonces, aunque no viniera ningún coche, yo esperaba a que el semáforo se pusiera en verde para que mi hijo aprendiera que con el semáforo en rojo no hay que cruzar la calle. También ponía más atención en mis expresiones y conductas que yo le quería trasmitir para que mis pautas no contradijeran los consejos que quería que él siguiera. Delante de él procuraba apoyar a mi mujer en todas sus decisiones. Y cuando no estaba de acuerdo con alguna de sus medidas, lo discutíamos en privado. Procuraba regañar a mi hijo enérgicamente, aunque no tuviera ganas, cuando entendía que las circunstancias así lo requerían. Y así podría seguir enumerando cosas que trataba de corregirle y trabajar mi proceder en beneficio del pequeño. Algo que me cogió desprevenido y que me sorprendió fue la incoherencia en la que solemos caer los padres al tener que perdonar al hijo lo que no le perdonamos a un ajeno, aunque la trasgresión del extraño haya sido menos grave que la cometió nuestro hijo... Y en este sentido, llegué a la convicción de que si quería ser coherente, debía aplicar con todo el mundo la misma vara de medir que la que aplicaba con mi hijo… No quiero decir con esto que lo haya conseguido, pero estoy en ese camino. La verdad es que mi primer hijo fue un aprender, un descubrir y un corregirme en muchos aspectos. Y para ello debía de estar en pie de guerra conmigo mismo para intentar limar las rebabas inconscientes y de las otras, en mi forma de actuar.
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