Cuando por primera vez aparece en el mundo literario “La Vegetariana”, la célebre novela escrita a tres voces por Han Kang, la escritora Premio Nobel 2024, su país se encontraba gobernado por Roh Moo-hyun, un abogado que intentó alianzas y se suicidó en mayo de 2009. Supuestamente, una denuncia de corrupción lo torturaba.
Hoy, en Corea del Sur se profundiza la crisis política: el Presidente Yoon Suk Yeol, que estableció la ley marcial apenas por un rato, pierde una moción y queda suspendido por 180 días, a la espera de una decisión judicial de la Corte Constitucional. Y una multitud popular, sobre todo de jóvenes, se congrega frente a la Asamblea Nacional para defender a su país y la democracia. Por respeto al malestar de cada comunidad internacional y de sus gentes (también, por buen gusto), solo refiero estas circunstancias para ubicar a la escritora en lo que en Semiología llamamos su “mundo posible”. Un escritor se debe, en efecto, a su contexto, a menos que sea un egoísta o un cínico.
Y así como un turista frecuente, culto y despierto, observa francas coincidencias entre las urbes del planeta (centros financieros, torres, monumentos y esculturas, teatros, grandes almacenes; moda y actitudes, todo se parece) tal criterio visual y artístico unificado, que buscaría adornar implementando cierto orden (e inversiones), al caos que supimos conseguir países y pueblos, es dable ver por doquier resistencias, rebeldías, a jóvenes que rechazan sus gobiernos y apreciar algún novel pensamiento e ideas.
En la traducción al español de “La Vegetariana” por Sunme Yoon, que la editorial agradece a la Daesan Foundation, se lee en la contratapa que esta novela es “la historia de una metamorfosis radical y un acto de resistencia contra la violencia y la intolerancia humanas”. Hay también, párrafos arriba, una alusión a que la vida pro vegetal y despojada de Yeonghye, su protagonista, le instala un lugar. Es cierto, el cuerpo de la protagonista es confirmado, durante el segundo capítulo, en la pincelada floral de un auténtico artista (su cuñado). Su cuerpo, continúa la contratapa, rechazaría una “sociedad patriarcal y ultracapitalista”.
Pero el cuerpo de una mujer, negado a sí mismo mediante la abstención de alimentos industrializados y violentos (también de su cultura, claro), es degradado incluso por un artista compulsivo, onanista – su cuñado - que pinta, se pinta y filma y se filma a sí mismo, instalado en el goce de su puro imaginario, con el extrañamiento propio de quien no consigue identidad aun a costa de “acatar” reglas y participar de grupos esotéricos que abruman. Ni la sublimación, así, ni la huida de este amante enloquecido repararán su irresponsabilidad respecto de su familia, que lo expulsa. A expensas de un “sí mismo” desconocido y destratado, el que injurió sin quererlo, cargará sus culpas. Hacia los finales de “La mancha mongólica”, segundo capítulo, Kang deviene en poeta del instante. La escena en que la ofendida descubre el adulterio, que ya sospechaba en gesto e imagen, se resuelve por sí misma, sin golpes bajos. Es que el estilo de Han Kang juega entre elegantes espejos y descripciones literales, sangrientas.
A ser sincera, debí ubicarme como lectora en la época y en la presunta subjetividad de la autora. Porque acumular lecturas (además de publicaciones), ayuda a que se diferencien alegoría y metáfora, herramientas expresivas que, a diferencia de lo que se escribe en la portada del libro, a mi juicio, no se han dispuesto en la novela para cuestionar sistemas políticos. Tout le contraire, se ponen en claro cuestiones nítidas, sociales: ser distinto, pensar diferente, vivir al detalle en coherencia, en lugar de ahogarse en lo colectivo, para la mayoría de la gente y de las sociedades, constituye una amenaza inaceptable.
La elección de un personaje significa, como los sucesos y sus acciones. Las Letras, el Arte constituyen un medio de comunicación, aunque no sean masivos ni disciplinas del signo. No obstante, cada libro deja algún mensaje que receptan (o no) los lectores. Incluso, podría decirse, que Kang se desentiende de todo tipo de bajada de línea al remitirse a un final desconcertante y abierto. En “Los árboles en llamas”, último capítulo, cabe la pregunta: ¿sobreviven las hermanas o morirá Yeonghye, o quizá ella y su hermana, en tanto a sus nueve años la vegetariana ya le preguntaba “por qué no puedo morirme”, desbordada. Conversación que la mencionada recuerda en el camino serpenteante ¿a casa? Frente a la mirada tenaz de su hermana…
Yeonghyse había dejado de comer carnes, lácteos, es cierto. Y penetra en sus pesadillas, se deja llevar, incluso a costa de sí misma. En actitud de quieta absoluta, casi filosófica respecto del mundo, su despreciada coherencia es sometida, en cambio, a los fuegos intempestivos de la pasión erosiva de su cuñado, los protocolos médicos, a las internaciones psiquiátricas cuya misión única sería el “civilizarla”. Como si “los locos” debieran ser expulsados de todo lo que no se comparte.
Han Kang no aparece como autora textual, pero sí hay una construcción de subjetividades. Y si hablo de “construcción” es debido a que en esta novela, en mi opinión, es inferible lo que alguna vez Enrique Vila-Matas deslizó en su “Dublinesca” respecto del canon literario. Porque en “La vegetariana” hay una narratividad del horror; su estilo aun en los momentos de tensión insoportable es de alta poesía; la trama no posee sobresaltos y un ligero escepticismo se traduce en el desenlace del drama (o de la tragedia, no se sabe). Dietas, suicidios, ambulancias, incomprensión y una autoridad ni siquiera patriarcal: apenas aquella del poder que nutre a todo “padre de la horda”, no al moderno referido a la ley que pone un límite y completa el nombre para el niño, la niña. El padre de las hermanas es desenfadadamente violento y convencido de sí mismo; de mucho gesto, altanería, poca palabra.
Cada lector sacará sus conclusiones sobre la novela conforme su experiencia y lecturas. El único soberano en la literatura, al fin, es su receptor, más allá de las imposiciones de la crítica, de los premios y de las opiniones en boga.
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