El fin de año es una época cargada de simbolismo. En muchas culturas, este momento de transición entre el año que termina y el que comienza invita a reflexionar sobre lo vivido y a mirar hacia el futuro con esperanza. Es un tiempo perfecto para proponernos cambios, pero también para dejar atrás lo que ya no nos sirve.
En Roma, durante la noche de San Silvestre, solía ser tradición tirar por la ventana cosas inútiles, en un gesto simbólico de dejar atrás lo viejo para dar paso a lo nuevo. Inspirándonos en esta costumbre, podríamos ir más allá de los objetos materiales y deshacernos también de pensamientos tóxicos o inútiles. Los remordimientos del pasado y los miedos del futuro son, en muchos casos, una carga innecesaria. Frases como “¿Y si hubiera tomado otra decisión?” o “¿Y si algo malo ocurre?” no aportan valor al presente y solo nos distraen de lo que realmente importa: el aquí y el ahora.
La clave está en comprender que el pasado ya no existe, salvo como experiencia almacenada en nuestra memoria, y que el futuro tampoco está escrito. Solo disponemos del momento presente, que es donde se construye la vida. Cada día es único e irrepetible, una oportunidad para amar, aprender y crecer.
Se cuenta la historia de un hombre atrapado en una inundación que, esperando un milagro, rechazó la ayuda de una canoa, una lancha y un helicóptero. Al morir, se dio cuenta de que las oportunidades para salvarse ya se le habían presentado. Esta parábola nos invita a abrir los ojos a las soluciones y bendiciones que ya tenemos a nuestro alcance, en lugar de esperar algo que tal vez nunca llegue.
El fin de año también es un buen momento para reconciliarnos con el tiempo. Muchas veces se valora excesivamente la juventud, pero cada etapa de la vida tiene su belleza. La verdadera juventud no es cuestión de edad, sino de espíritu: la capacidad de asombrarse, de soñar y de afrontar cada día como una nueva aventura. Hay quienes, a pesar de los años, conservan un alma joven, mientras que otros envejecen prematuramente al perder la ilusión.
Una persona amiga de edad avanzada está sufriendo una enfermedad grave, y me está dando ejemplo de cómo aceptar el paso del tiempo con dignidad y esperanza. En sus palabras, se ve gratitud por la vida vivida y confianza en el futuro, recordándonos que incluso en los momentos más difíciles podemos encontrar razones para agradecer.
Hacer un balance del año que termina no significa solo identificar lo negativo. Al contrario, es una oportunidad para agradecer por las cosas positivas, que muchas veces damos por sentadas: la salida del sol, el alimento diario, las amistades, las risas y hasta las lágrimas que nos han hecho crecer. Los errores también tienen su valor, ya que nos ayudan a madurar y a ser más humildes.
Así que, al mirar hacia el año nuevo, en lugar de lamentarnos por lo que falta, enfoquémonos en lo que hemos ganado y en la esperanza de lo que está por venir. Aprendamos a vivir el momento presente, sacando el máximo partido de lo que tenemos y luchando por lo que deseamos alcanzar. El tiempo, lejos de ser un enemigo, puede convertirse en un tesoro si lo aprovechamos para amar más y vivir mejor. Este fin de año, hagamos de la gratitud, la esperanza y el amor nuestros mejores propósitos.
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