Leía estos últimos días una de las primerísimas obras de Benavente, nuestro Premio Nobel, que renovó nuestro teatro del siglo XIX, elevó magistralmente el nivel de los diálogos y criticó, aunque de manera elegante y contenida, la sociedad de su tiempo. La obra a la que me refería es de 1901 y versa sobre la actitud de diversos políticos de distinto signo en un pequeño pueblo provinciano, ante un hecho concreto (que no es del caso aquí).
Hay parlamentos verdaderamente brillantes por los que no han pasado el tiempo:
Refiriéndose a la masa del pueblo: “—Pues ya lo ve usted: con toreros valientes y mujeres guapas, si no se le gobierna, se le entretiene”.
O también: “—Sería yo traidor y cobarde si no estuviera a su lado, contra esa sociedad de tartufos, que quieren hacernos creer que defienden ideas, cuando defienden intereses. ¡Libertad… o patria!... Esas son palabras grandes que les sirven de trinchera o de barricada para defender su interés egoísta, una posición social, un sueldo, hasta un negocio de timba…”.
Y un tercero, por no alargar más este texto: “—Todas las personas de orden estamos al lado de usted. —Sí, ya lo sé; pero yo creo que el arte de gobernar consiste en tener al lado a la gente de desorden…”.
Realmente parecen unos textos con plena actualidad a pesar de los cien largos años que nos separan de ellos. Ya se ve, pues, que la política, o mejor, los políticos no han inventado nada nuevo en el transcurso de este tiempo, y es que para cambiar o resolver situaciones críticas o delicadas no hay otra solución que honradez, respeto, rectitud y eficacia.
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