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Absurdo

No resulta saludable que acatemos cualquier cosa porque sí, tal y como quieren, sin cortarse lo más mínimo, los enemigos de nuestra libertad
Juan Antonio Freije Gayo
viernes, 17 de enero de 2025, 10:08 h (CET)

Transitamos jornadas de absurdo y desasosiego, camino del corazón del invierno en un contexto político y social que no se sospechaba. Se advierte, “in crescendo”, el retroceso del raciocinio y de la lógica, más allá de los cuales solo anidan la nada y el vacío. Sin entrar en consideraciones filosóficas, y ciñéndonos al román paladino, se percibe una creciente sensación de absurdo, considerado por Albert Camus como integrante fundamental de nuestra condición humana. Su supone que fuimos desertando del mismo, del absurdo, mediante la búsqueda de un sentido, o explicación inteligible, para el fárrago que constituye nuestro entorno y la vida misma. Siguiendo esa hipótesis, llevaríamos, desde el principio de nuestros tiempos, huyendo de la nada que impregna el sinsentido que nos rodea. Para ello, siempre topamos sucedáneos, como la búsqueda de la felicidad personal, la religión o la ideología, con la pirámide de Maslow al fondo. Y, en nuestros días, la Democracia como sistema basado en la Razón para amparar nuestras libertades.


Nuestra libertad, mucha o poca, nace siempre en la orilla racional y, de este modo, hemos ido expulsando al absurdo de nuestra realidad, pero al absurdo siempre vuelve. Cada vez que se quiebra el suelo de la razón bajo nuestros pies, como ocurrió por ejemplo en los años treinta del siglo XX, descendemos hacia el submundo de lo despótico, que se presenta, como ahora mismo, por medio de pensamientos, actitudes e ideologías que parecen nuevos, pero que solo lo parecen. Se insinúan, en un principio, como anacolutos menores a los que no damos importancia, pero crecen y crecen hasta que ya no podamos hacer nada.


Volviendo sobre lo que tratamos, no me refiero solo a ese absurdo consciente y militante, el de Camus, verbigracia, centrado en la dicotomía entre la búsqueda de sentido o la renuncia, por la vía expeditiva, a la propia existencia. Uno de los personajes de “La Peste”, como prototipo de esa indagación del sentido, se pasa el tiempo moviendo garbanzos entre dos ollas, como alternativa a la otra vía, literalmente denominada “tirarse de un puente”. No, no se trata de eso, sino del absurdo como lo opuesto a la lógica, es decir, de lo irracional, lo emotivo, lo arbitrario o disparatado, que se va imponiendo, calando como la lluvia fina y anunciando la opresión que se aproxima. Vamos asintiendo al sinsentido, aceptando pulpo como animal de compañía, por recordar un famoso anuncio, todo por no salir del redil de lo establecido. En el momento en que aceptamos la mayor, por aquiescencia explícita o por nuestro silencio, pues quien calla, otorga, el elefante ya no sale de la habitación y permanece en la misma, aunque continuemos platicando como si no pasara nada.


Igual, siguiendo a Mark Twain, debamos reflexionar y alarmarnos cuando nos veamos coincidiendo con la mayoría. No andaba descaminado el escritor, y tampoco resulta saludable que acatemos cualquier cosa porque sí, tal y como quieren, sin cortarse lo más mínimo, los enemigos de nuestra libertad.


Yascha Mounk, ensayista y profesor, especialista en populismo de derechas, escribió “La trampa identitaria”, una crítica a la corrección política, considerándola responsable, en gran parte, de que el absurdo, en la segunda acepción que aquí estamos empleando, la del anacoluto disolvente, esté volviendo a entrar por la ventana después de que, ya hace tiempo, lo hubiéramos hecho salir por la puerta. Afirma el autor, en una entrevista (EL MUNDO, 13/10/2024) que “EEUU es un lugar lleno de personas tolerantes y sensatas, pero sus élites se han vuelto locas”.


Desconozco si ese país está poblado o no por ciudadanos mayoritariamente tolerantes y sensatos, o si lo está en mayor medida que cualquier otro, pero entiendo que, en la segunda parte de la sentencia, se refiere a las élites globalistas, por utilizar ese sintagma tan en boga, que ha trascendido los cenáculos conspiranoicos para incorporarse a la terminología de uso general.


Me asaltan las dudas sobre todo ello, y no deseo convertirme en adalid de la conspiración, pero solo cabe, viendo lo que vemos, que congéneres muy bien situados estén en el origen de los conceptos absurdos que, poco a poco, nos van imponiendo, cada vez de manera más abierta y descarada. En España, además de esos sinsentidos que se van instalando en el mapa de lo razonable, tenemos el peligro inminente de una gran carga añadida; de este modo, el absurdo cabalga aquí sobre al absurdo.

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