Hay dos clases de orgullo, el bueno y el malo. El orgullo puede ser pecado nefasto o felicidad compartida. El orgullo de pertenencia a una ciudad o pueblo, a un territorio, a una familia, incluso al club de fútbol local forma parte del orgullo bueno. Yo soy defensor del orgullo de pertenencia, porque para conseguir parcelas de felicidad es bueno estar contento con la tierra que se pisa.
Me alegra cuando en un pueblo se ofrecen eventos de homenaje a personajes célebres allí nacidos o vinculados, y me entusiasma cuando leo que en diferentes pueblos o municipios existen visitas guiadas para conocer el territorio, los rincones inhóspitos y los monumentos.
Aplaudo cuando veo que se eleva a la categoría de importante lo que mejora la visibilidad o la fama de un pueblo, disfruto con todo ello porque me dice, sin decirlo, que sus pobladores o vecinos estarán más contentos de vivir allí, y disfrutarán de lo que llamo orgullo de pertenencia, ya que este orgullo colectivo sirve de pegamento para consolidar una comunidad.
El orgullo de pertenencia lleva a los humanos a ser más participativos, solidarios y comprometidos, porque esa afinidad con el entorno hace a la persona más involucrada en que todo vaya mejor, es decir, se piensa más en el interés general, y en el «nosotros» y no exclusivamente en el «yo». Se vuelve la gente más crítica, pero hace crítica constructiva porque trata de lo común, de lo suyo. Algunos incultos piensan que es un discurso vacío o palabrería.
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