Nos hacemos eco de una noticia, un caso verídico, que se publicó en El Correo.com y que compartía Olga esteban.
Patricia tiene diez años y ya sabe lo que significa salvar una vida. No lo leyó en un cuento ni lo vio en una película; lo hizo. En un instante, esa niña de ojos grandes y coleta despeinada se enfrentó al miedo, al pánico absoluto, y, con manos pequeñas y temblorosas, le arrebató a su madre de las garras de la muerte. No había caballeros con espadas ni héroes de capa roja en la escena, solo una niña de Gijón y el eco de unas lecciones recién aprendidas en el colegio.
Horas antes, en la escuela Antonio Machado, Patricia había asistido a un taller sobre reanimación cardiopulmonar y cómo actuar ante un atragantamiento. Algo que para los adultos a menudo pasa como una actividad más en el calendario escolar, pero que para ella significó mucho más. Mientras otros niños se movían inquietos o reían nerviosos al practicar la maniobra de Heimlich con muñecos de plástico, Patricia prestaba atención, casi sin saber que, al volver a casa, esas enseñanzas se convertirían en una cuestión de vida o muerte.
Fue al mediodía, en plena comida. Luz, su madre, no sospechaba que el filo de una cáscara de almeja podría cambiarlo todo. Un mal paso, un gesto torpe, y aquella diminuta trampa quedó atascada en su garganta. La tos llegó primero, y después, el silencio. El aire, que había sido tan fácil un segundo antes, de repente parecía imposible de alcanzar. Su marido, desconcertado, intentaba reaccionar, pero fue Patricia quien se movió primero.
Con una valentía que superaba con creces su edad, entendió la gravedad de la situación. No había tiempo para dudas ni errores. Con lágrimas en los ojos, se acercó a su madre, le indicó que se apoyara contra la pared y, recordando cada detalle de la lección de esa mañana, hizo lo que tenía que hacer. Su voz temblaba mientras empujaba con fuerza: "No te mueras, mamá. No te mueras". Al tercer intento, la cáscara subió lo suficiente para que Luz volviera a respirar. No estaba fuera de peligro, pero el oxígeno volvía a fluir, y con él, la esperanza.
La ambulancia llegó poco después, llevando a Luz al hospital, donde los médicos extrajeron la cáscara en una delicada intervención. Tres gastroscopias y un susto que nunca olvidará. Pero la verdadera heroína no estaba en la sala de operaciones, sino en casa, abrazando a un peluche y secándose las lágrimas con la manga de su camiseta.
Raquel Palacio y Felipe Carreño, los organizadores del taller, no podían haber imaginado una validación más contundente para su trabajo. “Esto demuestra que enseñar estas cosas salva vidas”, diría Palacio al día siguiente, conmovida al conocer la historia de Patricia. Más de 3.000 niños han pasado ya por sus talleres, y ahora saben que no se trata solo de teoría o prácticas con muñecos. Son herramientas reales para momentos en los que no hay margen de error.
Luz, mientras tanto, no deja de repetirlo a quien quiera escucharla: “Si mi hija no llega a estar allí, no lo cuento”. Su gratitud es inmensa, no solo hacia los médicos, sino hacia quienes tuvieron la visión de enseñar estas técnicas en las escuelas. “Estos cursos deberían estar en todos los colegios. Tus manos pueden salvar una vida”, dice, y nunca esas palabras habían sonado más verdaderas.
Patricia no ha vuelto a hablar mucho del incidente. Como los héroes de verdad, no busca reconocimiento. Solo sabe que cuando su madre la necesitó, supo qué hacer. Y en el silencio de la noche, cuando todo está en calma, seguramente se siente un poco más fuerte, un poco más segura. Porque ahora sabe algo que muchos adultos ignoran: que la valentía no siempre se mide por el tamaño del cuerpo, sino por la determinación de un corazón decidido a no rendirse.
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