Sr. Director:
Es este un tema de candente actualidad, que cada vez cobra más trascendencia y que políticamente no existen unas líneas definidas de actuación a tal respecto. Naturalmente el problema no ha surgido ahora, el problema tiene su origen siglos pasados cuando se comenzaron a explotar las riquezas propias de estos países que ahora son causa de forzado éxodo por la precariedad e inestabilidad existente en ellos.
Dos son las líneas recomendadas por personas de prestigio mundial: San Juan Pablo II afirmaba que “crear condiciones concretas de paz, por lo que atañe a los emigrantes y refugiados, significa comprometerse seriamente a defender ante todo el derecho a no emigrar, es decir, a vivir en paz y dignidad en la propia patria”.
Para ello es necesario también lo que otro santo recomendó en cierta ocasión: que los países prósperos deberían tener en cuenta que, en su relación con los que están aún en vías de desarrollo, “no se trata de darles cada vez más, sino de sacarles cada vez menos”. Efectivamente en muchos casos son países ricos, pero esa riqueza es extraditada en vez de ser aprovechada para generar un desarrollo humano integral que asegurara a quien quisiera quedarse en la propia tierra la posibilidad de un mínimo vital digno y estable. Ello parece una cuestión de humanidad básica, pero por encima de tantos intereses creados se hace necesario que sea proclamado el derecho universal a no tener que emigrar. ¿Acaso un consenso amplio en este sentido puede resultar casi como una quimera?
El amor a la patria, a la propia sociedad, a la familia e incluso al barrio en el que uno nació y creció son valores que ha de ser posible llevarlos a la práctica y no un idílico sueño de determinados países.
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