Hablar de discapacidad no es solo mencionar una condición médica o física, sino exponer una realidad que la sociedad sigue sin querer ver. En un mundo donde la inclusión es más discurso que acción, millones de personas con discapacidad enfrentan obstáculos diarios que no provienen de su condición, sino de la falta de voluntad colectiva para garantizarles una vida digna.
Y para colmo, líderes políticos como el presidente argentino Javier Milei, se atreven a retroceder en la historia, después de tantos años de lucha, resucitando términos denigrantes como “idiota” o “imbécil” para clasificar a las personas con discapacidad intelectual. ¿Acaso hay mayor signo de ignorancia y decadencia moral, que el de un gobernante usando insultos disfrazados de normativas? Cuando él mismo ha hablado abiertamente sobre algunos aspectos de su salud mental, él mismo ha mencionado que fue diagnosticado con trastorno “explosivo intermitente” (TEI), un trastorno del control de los impulsos caracterizado por episodios de ira desproporcionados. También algunos especialistas han analizado su comportamiento y sugieren que podría presentar rasgos compatibles con ciertos trastornos de personalidad como el “narcisismo o la inestabilidad emocional”.
Las discapacidades pueden ser físicas, sensoriales, intelectuales o mentales, pero el mayor problema no es la condición en sí, sino la forma en que el mundo responde ante ella.
Física: Personas que necesitan rampas, ascensores o prótesis, se encuentran con ciudades inaccesibles, transporte público hostil y empleadores que siguen viendo la discapacidad como sinónimo de ineficiencia, cuando todos llegamos a ser dependientes.
Sensorial: Sordos e invidentes que dependen de tecnologías o intérpretes, pero que deben luchar para que sus necesidades sean consideradas, porque el mundo sigue diseñado para quienes oyen y ven sin dificultad.
Intelectual: Personas a quienes se les niegan oportunidades educativas y laborales, porque aún persisten prejuicios de que no pueden aportar a la sociedad.
Mental: La salud mental sigue siendo un tabú, y quienes padecen trastornos como la esquizofrenia o la depresión grave, son tratados con indiferencia y exclusión en lugar de recibir apoyo.
Mientras los políticos recortan presupuestos en asistencia social y promueven discursos discriminatorios, las personas con discapacidad siguen sufriendo, pero no se dan cuenta que, en cualquier momento lo pueden tener en su casa, no existe empatía ninguna.
La formación es insuficiente, escuelas y universidades que no cuentan con programas de integración adecuadas.
Trabajo imposible, empresas que ven la discapacidad como un problema, en lugar de una oportunidad de diversidad.
Salud precaria, falta de especialistas, tratamientos inaccesibles y sistemas médicos que no consideran las necesidades de este sector de la población.
No es discapacidad, son distintas capacidades, valoremos mejor a las personas.
En un acto de absoluto desprecio por el progreso, el Gobierno de Javier Milei decidió incluir en una normativa términos como “idiota” e “imbécil” para referirse a personas con discapacidad intelectual. Esto no es solo una falta de respeto, sino una afrenta directa, contra décadas de lucha por la dignidad y la inclusión. Si alguien tiene una discapacidad evidente, es aquel que carece de empatía y humanidad. Un líder que insulta a una parte vulnerable de su población demuestra no solo una falta de moral, sino también una incapacidad para gobernar con inteligencia y sensibilidad. Y si quienes lo votaron no ven el problema, el daño ya es colectivo.
La discapacidad no es un defecto ni una tragedia. La tragedia es la indiferencia de una sociedad que sigue sin adaptarse a quienes la necesitan.
Más allá de leyes y discursos vacíos, el mundo necesita voluntad política y social para garantizar que todas las personas tengan los mismos derechos y oportunidades. Pero para eso, primero hay que deshacerse de los verdaderos discapacitados emocionales: los que gobiernan desde la ignorancia y el desprecio.
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