Tengo grabadas en la retina las imágenes de pasajeros llegando desde el norte de Italia a Barajas y El Prat sin restricción alguna durante la segunda quincena de febrero y hasta el 10 de marzo.
La OMS pidió al mundo el 24 de febrero que se preparase para la pandemia. El 28 de febrero el gobierno sabía que el 83% de los casos diagnosticados de Covid provenían del extranjero, casi todos del norte de Italia, donde ya había certificadas centenares de defunciones por el bicho. Unos 50.000 pasajeros entrando a diario como Pedro por su casa procedentes de una zona infectada con cientos de muertos ya. En aquellos días, los que pedíamos protección ante el virus éramos «alarmistas» y «conspiranoicos». Recuerdo bien las críticas contra Ayuso por adelantarse al gobierno, tomar medidas y cerrar los colegios. Las evidencias de que la situación se estaba descontrolándo dentro de España ya eran palmarias, y aun así no se informó a la población, ni se cerraron rutas aéreas desde el foco europeo del virus, ni se tomó medida alguna para proteger su entrada y propagación por todo el territorio.
El gobierno se agarraba como clavo ardiendo a su teoría de que el virus solo podría venir de la zona de Hubei y que ese riesgo estaba controlado. Esa tesis le venía bien para evitar deslucir su 8M y no dar la razón a sus rivales, que pedían conciencia, medidas y protección. No me refiero solo a que temían por la cancelación de la manifestación, sino que no podían permitir que el 8M en su conjunto – las manifas y eventos, el foco mediático, la atención popular y , en definitiva, la intensa exposición de la agenda ideológica del partido en el gobierno se fuera al traste si reconocían que el virus ya estaba aquí con fuerza. Cerrar el puente aéreo con Italia mataba su 8M y les mataba a ellos, porque esa medida llevaría asociada de manera impepinable otras que acababan con su 8M. Por eso estos canallas solo tomaron medidas justo después.
Algunos debieron pensar que -nunca mejor dicho- por encima de su cadáver se iban a quedar sin las páginas y horas sobre el tema en los medios y sin los fastos del día de la mujer, una celebración clave para la izquierda, que cogió protagonismo desde un par de años antes al calor de casos como el de La Manada y toda la instrumentalización de aquello.
El mayor incentivo de un político es seguir en el poder y que su agenda política e ideológica predomine en la sociedad. Todo lo demás, es accesorio, incluida la protección de la gente. Lo hemos vuelto a ver con la dana de Valencia y la total desprotección por parte del Estado central de mas de un millón de personas durante los días mas trágicos de la tragedia.
Muchos de los que solo horas antes de la declaración del estado de alarma aun sostenían que el coronavirus no justificaba la toma de medidas propuestas por «alarmistas» son los que después, con un par, se han adueñado del relato del Covid. Eso sí lo hacen bien. Aquella temeraria actitud y sus consecuencias dramáticas no provocaron dimisiones ni asunción de responsabilidad alguna. Todo la culpa quedó diluida en la propaganda y en esa reacción comunitaria que aparece cuando hay un peligro que afecta al grupo y se activa cierto instinto de supervivencia. Dejamos para más adelante la exigencia de responsabilidades, algo secundario cuando es la vida la que peligra. Lo que ocurre es que mientras tanto, el poder y los responsables van adueñándose del relato, le dan la vuelta y hasta se lo echan a la cara al adversario y al que, sin necesidad de ser adversario, no compra la mierda que llega fabricada desde el poder y aledaños.
¿Cómo si no es posible que el inefable Fernando Simón – aquel vocero de los intereses del gobierno, aquel que dijo ya en febrero que «como mucho España habrá un caso diagnosticado de Covid» – , esté en pleno proceso de mitificación paseándose por teles y prensa y cerca de ocupar un alto cargo público próximamente? ¿Cómo si no, el impresentable ministro de Sanidad en aquellos momentos es hoy el presidente de Cataluña?, Salvador Illa, un mentiroso compulsivo a cargo del Ministerio de Sanidad que fue incapaz de encontrar y traer una sola puñetera mascarilla en los momentos clave ni durante meses, mientras aquí traía mascarillas todo quisqui y desde todos sitios, incluidos sus amigos y compañeros Koldo y Ábalos y sus secuaces.
¿Cómo es posible que cinco años después de poner alfombra roja a la entrada y propagación del virus -España fue uno de los dos países de Occidente donde más casos por habitante hubo – , y de aquella calamitosa gestión posterior de la pandemia, incluyendo la conculcación grave de los más elementales derechos civiles, el relato hoy esté donde está y las portadas están en la fantasmagórica idea de los «7291 asesinatos de Ayuso?». ¿Cómo es posible que la misma izquierda que gestionó el Covid en España sea hoy la que controla el relato, lo retuerce hasta el tuétano y se lo tira a la cara de los adversarios y a los que avisaron de lo que venía?
En la nefasta política de comunicación – y de tantas cosas – del PP podrían encontrar muchas de las respuestas a estas preguntas. Con su pan se lo coman.
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