Cuando el 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamaba la «Declaración Universal de Derechos Humanos», lo hacía, o así reza en el principio del preámbulo de la misma, como un ideal común, en el que la libertad, la justicia y la paz en el mundo son la base del reconocimiento de la dignidad y de los derechos iguales de todos los miembros de la familia humana.
Se establecían por primera vez, sin dejar de lado el antecedente de la «Declaración del Hombre y del Ciudadano» que en 1789 surgió de la Revolución Francesa, los derechos fundamentales que deben protegerse en el mundo entero, y hoy, cuando ha sido traducida a más de quinientos idiomas, y como consta en la propia web de Naciones Unidas, ha servido para inspirar o allanar el camino para la adopción de más de setenta tratados de derechos humanos, de aplicación mundial o regional.
Sin embargo, basta mirar el panorama mundial para, sin mucho esfuerzo, darnos cuenta que por muchos tratados que se firmen, la humanidad patológicamente vulnera los derechos de muchos de sus miembros, con muchas y variadas excusas, pero siempre con unos principales afectados: los más vulnerables.
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