Pocas cosas hay menos inocentes y nobles que resistirse al escrutinio de la razón y de la justicia, máxime si quien lo hace se supone garante de ambas y, por tanto, depositario de la confianza de los demás en su ecuanimidad y su rectitud. Pero la realidad es insistente y reiterativamente tozuda por lo que a los representantes actuales de las instituciones públicas se refiere, cuya independencia y catadura ética, en la mayor parte de los casos, si acaso, es un irónico chiste de meme.
Hoy en día, las declaraciones, las actuaciones y la volubilidad (las convicciones y los principios son agua pasada) del presidente del Gobierno, de los ministros socialistas y de sus subordinados designados son malvada, colonizadora e imprevisiblemente predecibles. Y, una vez conocidas estas, en consecuencia, las de la Abogacía del Estado, mansamente predecibles; las de la Fiscalía General del Estado, servilmente predecibles; las de la presidenta del Congreso de los Diputados, empalagosa, falaz y ramplonamente previsibles; las del Letrado Mayor de las Cortes, dócil y humillantemente predecibles; las de los miembros izquierdistas del CGPJ, vanidosa y pomposamente previsibles; las del Tribunal Constitucional, con su presidente a la cabeza, política y polvorientamente previsibles, de tanto andar por rutas alternativas sin asfaltar; las de Sumar, hermana, adolescente y bobaliconamente previsibles; las de Podemos, vengativa y “hembrimachirulamente” previsibles; las de Esquerra, simplona, avariciosa y chulescamente previsibles; las de Junts, extractiva, hipócrita, saqueadora y xenófobamente previsibles; las del PNV insolidaria, racista y equidistantemente previsibles; las de Bildu, criminal y falazmente previsibles; las de Coalición Canaria, veleidosa e interesadamente previsibles; las de Ábalos, por ahora, al menos, prudente y “abarraganadamente” previsibles. Y las de la presunta oposición, “voxcinglera” y extravagantemente previsibles las unas y “correctpijísima”, desesperante y torpemente previsibles las otras.
Y, así, pasan los días para los españoles, espectadores entregados a la abulia y a la atonía, que observan plácidamente, como si no fuera con ellos (yo ya me di de baja), que los jueces, a duras penas, se resisten a entregarse al influjo político; a saber, a las prevaricaciones, a los cohechos, al tráfico de influencias, al nepotismo y al “neputismo”, a las arbitrariedades, a la voluntad retorcida y subversivamente ilegal; en definitiva, al atropello de los gobernantes y sus satélites. Todo ello, además, a pesar de que nuestros magistrados tienen un ministerio a medida, presto para ajusticiarlos, un CGPJ de notable laxitud en el amparo, una mayoría de medios de comunicación que les inducen con el ejemplo a ser disciplinados (porque la obediencia, no lo olvidemos, es una gran virtud), un lodoso batiburrillo ejecutivo-legislativo que cuestiona su honestidad a conveniencia y, sobre todo, un Tribunal Constitucional enormemente sensible a las necesidades del Gobierno, receptivo y maleable ante sus deseos, que tan pronto revoca una sentencia judicial —como si de un órgano judicial de amparo o casación se tratara— como legisla con su jurisprudencia disimulada y maliciosa, modificando la ley de leyes que se supone que ha de proteger, hurtando al legislativo, de facto, sus competencias exclusivas al respecto. Tanto es así, que ya parece que la toga de su presidente y las de sus secuaces, más que manchadas, van a acabar como la sotana del Dómine Cabra (a este paso, acabarán poniéndolos como chupa de dómine); porque, según parece, ahora, Conde Pumpido, el ungido, el elegido por el enviado divino San Chez (sin Guevara, de momento, aunque veremos), no está dispuesto a tolerar que nadie contradiga sus disposiciones y resoluciones: cual Pío IX en el Concilio Vaticano I, ha recibido la revelación de que está revestido de infalibilidad en sus aciertos (pues no puede haber fallos en el TC). Así, está determinado a prohibir, bajo pena de excomunión democrática, que cualesquiera órganos judiciales puedan, ni siquiera, consultar a instancias supranacionales la pertinencia de sus actuaciones invalidantes o permisivas: lo que Conde Pumpido ha urdido que no lo separe el hombre (ni la mujer, ni las personas agénero, ni las bigénero, ni las de género fluido, ni las intergénero, ni las pangénero, ni las transgénero, ni las transexuales, ni las trigénero, ni las Genderqueer, por precisar algo).
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