El asesinato de una educadora en Extremadura, a manos de tres jóvenes a los que acompañaba en un piso de cumplimiento de medidas judiciales, sin duda ha conmocionado a la opinión pública, hoy ya nos hemos olvidado. Las desgarradoras imágenes de sus compañeras, entre lágrimas, denunciando que algo así se veía venir y que matar sale en estos casos muy barato, no pueden dejar a nadie indiferente.
En una situación como ésta es preciso extremar la prudencia y alejarse tanto de simplificaciones buenistas como de estigmatizaciones generales hacia determinados colectivos. Esta circunstancia trágica nos mueve más a valorar la labor de los educadores que, con muy pocos medios y en situaciones muy precarias, se vuelcan en la atención de jóvenes conflictivos. Hay que escuchar sus peticiones, justificadas desde la dura experiencia cotidiana y desde una sensación de impotencia creciente, y hay que tomar medidas políticas y judiciales para que casos como este no se repitan. Hace unos días, una estudiante en el último curso de esta carrera y haciendo prácticas, me comunicaba que se estaba planteando cambiar de profesión a pasar de haberla escogido por vocación.
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