Los que desde muy pronto y ya sin interrupción hemos tenido un contacto frecuente con los libros sentimos cierta incomodidad al oír consejos y expresiones como “leer es bueno”, “un libro es un amigo” o “lee lo que quieras, pero lee”. Es como si alguien dijera: “¡viva la comida!, da igual qué comas, lo importante es que comas”, o “beber es vivir, sea lo que sea que bebas, bebe”.
Hay tal cantidad y variedad de libros, que usar el mismo nombre para todos designa sólo su más pura exterioridad. Y, sin embargo, lo que hace del libro algo mágico es su contenido. Existe el libro insulso, ese que es incapaz de ejercer verdadera influencia en un número de lectores, y luego están las novelas entretenidas, agudas y documentadas, como por ejemplo las de Galdós. También nos encontramos con libros y cuentos que se comunican con nosotros, que son inteligentes y brillantes como los de Chesterton, Doyle, Borges, Benedetti, Aldecoa... Y además hay libros con mundos extraños y peligrosos, como los de Dostoievski, Allan Poe, Kafka...
El lema “leer es divertido” no es precisamente el que mejor conviene a la cultura, ya que es esencial hacer una selección y quedarnos sólo con lo que, con un criterio abierto y comprensivo, podemos considerar valioso: así resolveremos el problema de la relación con los libros.
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