De tanto en tanto una noticia sorprendente nos distrae de los grandes problemas que nos tienen absorbidos por su trascendencia, por formar parte de nuestro entorno más cercano o por, como nos sucede a los españoles, afectar a la economía del país, a nuestro sistema político o a nuestros propios intereses, amenazados por quienes entienden que están más capacitados para disponer de nuestro peculio y decirnos como debemos comportarnos y vivir, que nosotros mismos. Cuando se llevan años pendientes de lo que van a hacer los que nos gobiernan, quién va a tener mayoría en el Parlamento o si, en realidad, vamos a poder disponer libremente de aquello que tantos años de trabajo nos ha costado conseguir, el que, una noticia que nada tiene que ver con semejantes temas, aparece en algún medio de información, nos aporta algo nuevo sobre lo que opinar, es capaz de sorprendernos y, a la vez, hacernos meditar sobre la inutilidad de determinados procesos, de grandes alardes de tecnología o de concienzudos estudios de especialistas, cuando, en ocasiones, lo más simple, lo más inesperado o el ingenio de una persona sencilla, ayudada por la casualidad, es capaz de, en una fracción de segundo, de tomar una decisión que puede cambiarle radicalmente su existencia, no se sabe si para bien o es muy posible que, en la mayoría de los casos, cuando de lo que se habla es de cometer un delito, para mal.
La información hace referencia a que, en Nueva York, en plena calle y a la vista de todos los que transitaban por aquel lugar se produjo, hace unos pocos meses, un hecho capaz de poner en duda la eficacia y garantía de los más que sofisticados y costosos sistemas de seguridad que son capaces de inventarse los más expertos especialistas en seguridad, para evitar robos o atracos. Un hombre, un peatón, vestido de verde oscuro, el día 29 de septiembre, de día y en pleno Manhattan, aprovechó que el conductor de un remolque de un camión blindado se había dirigido, durante unos instantes, a la cabina del vehículo, para, aprovechándose de que la puerta de atrás había quedado abierta de par en par y nadie la vigilaba, con todo el aplomo y tranquilidad de un verdadero experto, apoderarse de un cubo lleno de ¡láminas de oro!, valorado en 1,6 millones de dólares. ¡Imposible!, seguramente fue la primera reacción de aquel experimentado equipo de seguridad; ¡imposible!, repetirían los directivos de la empresa de del vehículo blindado que, seguramente, llevaban gastados cientos de miles o millones de dólares en aquellos vehículos acorazados. Pero el que, seguramente, estaba más sorprendido, más abrumado y más contento con su suerte, era el flemático viandante que, con toda tranquilidad se había llevado el cubo del tesoro para desaparecer, sin que se sepa que todavía se le haya localizado, por entre la multitud de transeúntes que, cada día, circulan en multitud por las calles de la más populosa ciudad americana.
Que quieren que les diga, no puedo menos de reconocer que este oportunista, este avispado amigo de lo ajeno y afortunado delincuente, me produce una cierta simpatía. ¿Se imaginan ustedes que, semejante hurto, se convirtiera en el leitmotiv de una película? Seguramente por su simpleza, por su falta de preparación y por lo increíble que puede llegar a parecer el cúmulo de casualidades que concurren en semejante hecho, ningún productor ni director de cine querría atreverse a rodar una película con tan magro argumento. Sí, es cierto que hemos visto docenas de películas en las que, tras una meticulosa preparación, incluidas visitas al lugar que se pretende robar ( un banco o el mismo tesoro de los EE.UU en Fort Nox) una pandilla de expertos en latrocinios, incluidos hábiles reventadores de cajas fuertes, se compinchan para acometer una empresa tan llena de peligros, de imponderables y de tanta envergadura como es la de robar un banco, un casino o un vehículo blindado en el que se transporta un valioso cargamento de oro. Películas como “Ocean’s eleven” basadas en la preparación y ejecución de una gran estafa contra un casino de Las Vegas tuvieron tanto éxito que dio lugar a un remake en el 2001 que, a su vez, tuvo tanta aceptación y éxito de taquilla que dio lugar a dos secuelas “Ocean’s Twelve, en 2004 y “Ocean’s Thirteen en 2007. Todas ellas con gran lujo de detalles técnicos, sofisticadas herramientas y expertos capaces de dejar ineficaces todos los sofisticados sistemas de seguridad a los que precisaban enfrentarse, con una cierta garantía de éxito, para llevar adelante aquella complicada aventura.
Nos preguntamos lo que haría, lo que pensaría y lo que imaginaría este afortunado ladrón de Manhattam, cuando se encontró en lugar seguro, contemplando aquel cubo metálico repleto de láminas del precioso metal. Seguramente intentaría calcular mentalmente el valor de aquel montón de oro, se frotaría los ojos de incredulidad ante aquel inesperado regalo de la Providencia y se haría cruces de la facilidad con la que había sido capaz de dar uno de los golpes más importantes y retributivos en la historia de los robos realizados por una sola persona sin premeditación, empleo de fuerza, alevosía ni abuso de confianza, disfraz o reincidencia. Simplemente llegó, cargó con el botín y desapareció, ante la estupefacción de quienes tuvieron que aceptar que, delante de sus propias narices, un propio fue capaz de burlar todo el complicado sistema de seguridad y defensa del que se habían dotado para aquella delicada misión.
No podemos saber si, como le sucedió el grupo que perpetró el robo del tren de Glasgow, con su cerebro Ronnie Biggs, cuando la policía sería incapaz de encontrar al autor del desaguisado o como le ocurrió a Mr. Biggs, tendrá la suerte de poder huir de la Ley para refugiarse en el Brasil, lugar en el que dicho delincuente consiguió vivir en libertad durante 31 años, hasta que, seguramente por añorar la patria, decidió entregarse voluntariamente a la justicia británica. No es lo mismo atracar un tren pistola en mano para apoderarse de los tesoros que transportaba, lo que entraña una serie de hechos constitutivos del delito de atraco a mano armada que, sin violencia alguna, sin necesidad de forzar puertas o cajas de caudales, prácticamente sin otro esfuerzo más que alargar las manos y apoderarse del botín y seguir caminando tranquilamente hasta desaparecer entre la multitud; en cuyo particular caso hablaríamos de un hurto y, en este caso, si se cometiera en España, podría ser condenado con 1 a 3 años de cárcel, algo muy distinto a lo que sería una condena por atraco a mano armada en la que se hablaría de 2`5 a 5 años de condena, dependiendo de las circunstancias que concurrieran en delito.
Lo que resulta inexplicable es que, en una nación como los EE.UU de América, en la que la delincuencia forma parte importante de la cotidianeidad y los robos y homicidios son parte de la rutina de los cuerpos policiales de la capital New York, pueda producirse un hecho tan incomprensible como es el que, un guarda de seguridad que tiene a su cargo la conducción de un vehículo blindado para el transporte de dinero y metales preciosos, cometa la grave imprudencia de dejar la puerta del blindado abierta, con un cargamento tan valioso en plena exposición. Debemos suponer que, el conductor en cuestión, tendría un acompañante que tuviera por misión estar atento a la vigilancia de la carga y descarga de la camioneta; un sujeto del que, por cierto, no se habla en la reseña del robo que se ha recibido desde los corresponsales en aquél país. Una serie de casualidades, coincidencias, descuidos e imprudencias que, sumadas, conforman uno de los casos más curiosos de la historia de la delincuencia, no sólo por la singularidad, sino por la ausencia de premeditación que suele siempre concurrir en esta case de robos o atracos. El “afortunado” se encontró ante la puerta del tesoro de los 40 ladrones y, como Ali Babá, dijo “Sésamo ábrete” y Sésamo, en forma de guardián negligente, se fue y dejó al alcance de aquel Alí Babá vestido de verde, la no despreciable cantidad de 1’6 millones de dólares en forma de relucientes láminas del preciado metal amarillo, el más deseado por la especie humana y, claro... no desaprovechó la ocasión.
O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, en esta especial ocasión hemos querido relatar algo que nada tiene que ver con la política o con las finanzas, a no ser que queramos entender, como un lucrativo negocio especulativo, el hecho de que, este espabilado sujeto, decidiera, en un plis plas, realizar la operación económica más provechosa de toda su vida.
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