Hace algunas noches soñé que subía con paso corto por un alargado y estrecho escalón, una suerte de cornisa de piedra que se extendía por el muro exterior de un viejo castillo.
Mi objetivo era alcanzar una ventana que había al final de aquel saliente e introducirme en el interior del edificio. La primera parte del sueño, en la que con toda probabilidad estaban sus claves, se había borrado de mi memoria. No sabía por qué estaba allí; sólo que estaba. Quedaba el hecho desnudo, desprovisto de toda justificación, de jugarme el pellejo sin saber el motivo. Y el caso es que debía avanzar, ya que volver sobre mis pasos; es decir, descender por el saliente de piedra equivaldría, casi seguro, a perder el equilibrio y a una muerte segura. Sobre todo teniendo en cuenta que el muro daba a un lago de aguas oscuras del que sobresalían unas formas pétreas, como pequeños arrecifes de rocas. Hacía frio; el paisaje era invernal, nórdico, intemporal. Un impenetrable bosque de hayas se extendía al otro lado del lago. Ni un alma; ni un asomo de brisa. Solo una soledad estática, ajena a mi locura.
Locura, porque ¿de qué otra forma podría calificarse el hecho de haberme encaramado hasta un punto desde que me era imposible el retorno?
Todas estas dudas, cábalas, preguntas, me asaltaban sin emoción. Conservaba la cabeza serena; mi único propósito era alcanzar aquella ventana para ponerme a salvo... Y cuando me hallaba a unos dos metros de ella, me di cuenta de una cosa; de algo terrible: la distancia que separaba la ventana abierta en el muro del final de la cornisa me daría, como mucho, para introducir mi pierna izquierda hasta la altura de la corva. La derecha tendría que servirme de puntal sobre el que apoyarme. Pero... ¿cómo podría impulsarme hacia dentro?
Ni las heterodoxas leyes de la Física que rigen en los sueños me ayudaban a resolverlo.
¿Sería un problema de vectores? Y...¿qué es un vector? ¿Tendría todo esto que ver con ellos y con la fuerza inicial precisa para que funcione el binomio causa-efecto (en este caso, “el efecto deseado”)? No lo sé; todo se había ido haciendo cada vez más complicado, y, como ocurre con frecuencia en los sueños, no se aportaba la solución. No he sabido, y creo que nunca sabré, si lograría encontrar la fuerza suficiente para colarme por aquella ventana salvadora. Tan solo recuerdo vagamente que unas voces de timbre femenino me animaban a hacerlo, con la promesa de que me ayudarían sujetándome fuertemente de la mano. Pero tuve una sensación de duda ¿Y si me dejaban caer por falta de fuerza o tal vez a propósito?
“Todo lo que vemos o se representa a nuestros ojos no es sino un sueño dentro de otro sueño” Quizá Edgar Alan Poe hubiera dado con la clave. Y en esta idea del “sueño dentro de otro sueño”, una serie de círculos concéntricos infinita o la imagen paradójica de dos espejos colocados frente a frente, podría encerrarse la solución, Sí; he dicho”encerrarse” porque ésta nos está vedada, nos resulta indescifrable. Otra paradoja.
Se dice que en los sueños casi todo es simbólico. Los reduccionistas afectados de cientifismo afirman que su origen radica en complicadas reacciones bioquímicas, hormonales, eléctricas, en nuestro cerebro. Puede ser; de hecho, será así. Pero eso no es todo.
Una amiga pintora soñó hace más de veinte años cómo ardían y se derrumbaban dos torres idénticas. Y pintó un cuadro que lo atestigua.
En la parte final de mi sueño, cuando dudo si decidirme o no a dar el salto hacia aquella ventana, veo que de la cumbre del monte que da sombra al castillo se desprende una bola blanca que va haciéndose más y más grande conforme avanza, como a cámara lenta, por la desnuda ladera. Y no lo observo con horror, sino con la certeza de que allí acaba mi dilema.
Al día siguiente, mientras desayunaba, escuché en la radio la noticia de que un hotel situado en los montes Abruzzos había sido sepultado por un alud de nieve. Apenas hubo supervivientes. Y entonces me pregunté si, tal vez, habría sido yo uno de ellos.
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