He de reconocer que he robado el título de esta columna. Se precipitó sobre mis ojos una tarde cualquiera, en uno de los diarios deportivos más seguidos del país. "Política deportiva", le llamaban. Seguramente, abrumados con el número de candidatos a rellenar tan funesta sección, creyeron conveniente hacerle un hueco en el diario. No lo he vuelto a ver más. Al título.
En el día de ayer, el periodismo deportivo se despertaba con la enésima infección vírica en forma de irracionalidad humana. En Génova, el partido entre las selecciones de Italia y Serbia tuvo que ser suspendido debido al salvajismo injustificado de cierta parte de la afición visitante. "Le bestie", titulaba categóricamente La Gazzetta dello Sport. "Hemos evitado un Heysel 2", afirmaba Roberto Maroni, ministro del Interior italiano. Qué triste.
Desgraciadamente, desde tiempos inmemoriales, el deporte se ha visto contaminado por las garras asesinas del mundo político. Es algo que flota en el ambiente, que no somos capaces de aislar, y que acaba por superarnos a la mínima que se nos presenta la ocasión. Porque no se necesita un serbio encapuchado para sentir vergüenza ajena. Aquí nos bastamos solos.
En un país cuadriculado, de dos caras, es difícil evitar este tipo de miserias existenciales. Nos encanta vomitar retórica barata, y si nos tenemos que llevar por delante a cualquier sección deportiva, adelante. ¿Se acuerdan de Laporta, verdad? Ahora mismo estará revisando sus bolsillos, por si los cierres de liquidación, pero pasará a la historia más que por sus éxitos por sus egocéntricas aspiraciones políticas. Manchar el nombre de una institución como el Barcelona no tiene perdón.
Ahora bien, aprendamos a girar la cabeza. A cada esperpento 'laportiano', la mecánica de acción era idéntica. Prácticamente inexistente en los diarios barcelonistas pero, ¡cruel casualidad!, posición de máximo privilegio en los madrileños. Extender el odio es tan mezquino como iniciarlo. No saber comprender lo que abarca el maravilloso concepto de deporte, más si cabe trabajando desde dentro, es una demostración de inutilidad sonrojante.
Mientras tanto, y con el beneplácito mediático, cientos de aspirantes a 'subnormal del año' se mantienen con sus símbolos retrógrados y sus ideales de quita y pon en las gradas de la mayoría de los estadios españoles. "Es que animan mucho". Oiga, pues cómprese unas castañuelas y nos dejamos de gilipolleces.
El odio es un mal que cumple doble función, vende y ofende. Fijémonos si no en los vertederos de nueva generación, los foros de opinión. Ante la noticia "Messi se quitó un moco en pleno entrenamiento" (poco nos queda para verlo, no se preocupen), uno sabe que se va a encontrar dos vertientes argumentales infalibles.
Primera de ellas. Respuesta 1: "Jo, este Messi, qué grande es". Respuesta 2: "Puto catalufo enano". Respuesta 3: "Cállate, mandril franquista". Pero como la falta de inteligencia todavía alcanza mayor creatividad, podría darse otra opción. Respuesta 1: "Jo, este Messi, qué grande es". Respuesta 2: "Sudaca asqueroso, vuelve para casa". Respuesta 3: "La concha de tu madre, gallego de mierda".
Tenemos tan poca autoestima personal, que disfrutamos más hundiendo al de al lado que celebrando alegrías propias. Nos unimos a cualquier cantinela propagandística con una facilidad pasmosa, y trasladamos el bar a cualquier rincón de nuestras vidas.
No existe la política deportiva. Ni existirá jamás. Lo que se vende como
un matrimonio inevitable es tan sólo una contaminación enfermiza
producto de una sociedad acomplejada. Pero no me preocupa en exceso.
Somos muchos los que tenemos ganas de sentirnos libres. Demasiados como
para que en un futuro, quien sabe si cercano, anacronismos como el de
Génova puedan volver a repetirse.
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