Estamos caminando pánfilamente hacia el borde del abismo. Las debacles cotidianas que brotan cual pústulas a diario sobre la epidermis de la faz planetaria son anuncios de lo que ha de sobrevenir si no se pone cota a los desmanes que no cejan de engrosar un desastre en el que, quien más y quien menos, todos tenemos alguna que otra acción, y los dividendos a repartir van a ser brutales.
No obstante, durante la década perdida que está a punto de concluir, ante los ojos de quien quiera ver se ha proyectado un palmario filme estratificador: unos (y sus allegados) no han sufrido siquiera un mínimo rasguño, e incluso se han tornado más prósperos aun; otros han caído en desgracia y, de entre estos, quien más indemne ha salido, ha visto como le eran detraídos derechos e ingresos varios. Ahora, cuando parece amainar la tormenta, se ha incurrido en una apoteosis del absurdo: se ha estabilizado lo macro sin reparar en lo micro. Los “seres humanos” que rigen lo político y lo financiero respectivamente, o ambas cosas alalimón, invisibilizan despiadadamente a todos aquellos millones de personas sobre quienes está sostenido todo el tinglado que nos hace esforzarnos y convivir: se supone que la economía es una disciplina creada para la organización y distribución de las riquezas generadas colectivamente para su posterior disfrute colectivo, pero si se acaba con la colectividad que las crea (la tecnología libera cada vez más mano de obra) que es, asimismo, quien legítimamente trata de disfrutarlas (el empobrecimiento priva cada vez a más de dicho disfrute)… ¿Qué sentido tiene todo este constructo institucional? Todo queda reducido a una lógica perversa en la que unos cuantos gozan de unos privilegios desaforados mientras grandes masas humanas malviven padeciendo notables privaciones.
La economía no necesita crecer más en ese sentido. Esta disciplina (elevada a pseudociencia) ha de racionalizar los resultados obtenidos en siglos de explotación de muchos por algunos y revertir la tendencia por la vía de generar un bienestar que empezaría por evitar los secuestros (más o menos groseros) de la soberanía popular que se dan en las localizaciones político-geográficas en que está compartimentado el planeta. Es tiempo de que los seres humanos organizados en comunidades se resarzan de las tutelas que se han venido dando desde antiguo y que siempre han resultado insatisfactorias. Hoy se dispone de un nivel de desarrollo tecnológico que si se armonizase con un deseo fraternal de colaboración a nivel planetario, el mundo, la vida, sería menos ignominiosa.
Así expresaba Joaquín Estefanía su visión de la recuperación económica con matices en que nos hallamos: “Casi por primera vez desde el inicio de la Gran Recesión, la Unión Europea (UE) está creciendo económicamente más que Estados Unidos. El viejo continente está pasando de una democracia en recesión a otra que prospera, aunque sea de forma muy lenta y en muchos casos de modo meramente macroeconómico” (“De una democracia a otra”, “El País”, 27-2-2017, p. 44), tal cosa, apuntaba, contrasta con los “enormes déficits sociales”, visibles en factores como “paro, empobrecimiento, reducción de la protección social” que unidos conforman la “precariedad” general que nos asola. Y ponía el énfasis Estefanía en lo importante que sería en este punto “el buen gobierno (la eficacia de las políticas)”, no podemos olvidar que si mediara buena voluntad política, los desmanes de la economía no serían tamaños. El Estado es una herramienta eficaz si se quiere que lo sea, Estefanía lo ejemplificaba con una aseveración no por perogrullesca poco importante: “el Estado de bienestar no puede ser un instrumento para financiar grupos con ingresos altos” (“Ibíd.”).
En este punto cabe entender que, dado que lo que proponíamos más arriba más cabe incluirlo, según transita el mundo, en el plano de la entelequia, parece más razonable tratar de exhortar a los dirigentes políticos a que sean responsables, dado que vivimos en un auténtico circo en el que los representantes públicos más parecen empeñados en entretenernos haciendo “show”, mientras se afianzan un pasar, que en solucionar rigurosamente los muchos asuntos que lo requieren. Javier Gurruchaga apuntaba el pasado sábado en el programa La Sexta Noche cómo la política se había “bomberotorerizado”, un ingenioso neologismo que parece ajustarse a la perfección al talle de tantos (exponentes respectivamente de lo viejo y lo nuevo) que no se dedican a otra cosa que a figurar y a hablar de manera superficial, mientras el resquebrajamiento de la existencia colectiva hace precipitarse al vacío cada vez a más prójimos.
Surgen neocomunistas y neofascistas para agitar los ánimos ante la indolencia de los más “institucionalizados”, que, a su vez, se maquillan con ciertos tintes de los provocadores, resultando de todo un espectáculo transformista sin parangón que no hace sino desconcertar cada vez más al ciudadano.
El filósofo Manuel Cruz escribía interesantes apuntes sobre la “pérdida del principio de realidad” de los políticos, algo propiciado por tantos corifeos como los adulan, fenómeno este del que son consignatarios tanto a los veteranos como a los neófitos. Afirmaba Cruz que de un tiempo a esta parte, además, se habría transitado hacia una deriva más sensacionalista de la política: “desde hace un par de legislaturas el hemiciclo del Congreso de los Diputados se ha visto convertido de manera inmisericorde en el plató en el que se llevan a cabo variadas ‘performances’ diseñadas no para los presentes sino para los espectadores que, al poco, obtienen noticia de las mismas a través de la televisión” (“El ego ciega tus ojos”, “El País”, 31-3-2017, p. 13). En efecto, los representantes públicos se manejan más de cara a la galería que con una voluntad clara de tratar de solucionar problemas colectivos, o al menos eso es lo que se colige del diario reporte mediático que se nos muestra.
No tendría todo lo antedicho mayor relevancia si no nos encontráramos en un momento clave en muchos aspectos: ecología, terrorismo, pobreza… el panorama hace deseable que quien se implique en política lo haga con plena conciencia de la gravedad del ejercicio al que accede.
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