EL otro día me regalaron un libro sobre el arte promovido o realizado por los jesuitas con cuya lectura he disfrutado. Su fundador, uno de los españoles más fascinantes de toda nuestra historia, Ignacio de Loyola, promovió en este campo, como en todos, la búsqueda de la excelencia y de la eficacia. La arquitectura, a su juicio, debía estar sometida a los criterios de higiene, modestia (para vivir en pobreza y no crear problemas económicos a los sucesores) y, sobre todo, funcionalidad; es decir, lo principal era que el sacerdote fuera escuchado. De ahí la bóveda única como característica principal de las iglesias jesuíticas. Los jesuitas no tuvieron un estilo único para construir (aunque sí dispusieran de unas directrices: «El modo nuestro de construir» y crearan el cargo de 'consejero de edificios') y, por otro lado, es injusto identificar su arte con el estilo barroco de su iglesia madre, el Gesú de Roma. Al revés, normalmente, propugnaron un modelo pobre de arquitectura, la iglesia en aula, que valora al máximo la unidad del espacio central. El Gesú es más la excepción que la regla.
Ignacio reivindica, pues, la palabra. Esto marca un giro copernicano en la tradición católica del momento, cuya liturgia partía de la idea de que Dios es inefable y, por eso, solo es captable -malamente- a través de los sentidos, el oído (música), vista (arte, ropajes espectaculares del sacerdote, etcétera), incluso el olfato (con el incienso que recuerda el suave aroma divino de las buenas obras).
Los jesuitas abanderan en el siglo XVI la Contrarreforma en polémica con el emergente mundo protestante, pero comparten con él una nueva sensibilidad religiosa, la relación individual del hombre con Dios (frente a las concepciones comunitaristas medievales) y el énfasis en la palabra como medio de revelación del propio Dios. Los jesuitas irrumpen con fuerza y desean ser escuchados, enseñar. Al hombre 'moderno' no le bastan ya las citas de autoridad para zanjar un problema, hay que explicar las cosas. Y los jesuitas de la primera hora tienen urgencia en hacerlo y reclaman todo el tiempo posible para ello, y por eso Ignacio, distanciándose de todas las órdenes religiosas, no quiso que su Compañía estuviera obligada al canto de las 'Horas' canónicas, ni siquiera que las rezaran en común. Huelga decir que esto encontró resistencias en la Curia romana. Otra diferencia en este sentido fue que los jesuitas proferían un voto especial de obediencia al Papa «respecto de las misiones», es decir, que frente a la estabilidad de los monjes, ellos debían estar siempre dispuestos a partir donde fuera. De ahí que inicialmente los jesuitas no pensaran en dedicarse a la enseñanza, sino en ser predicadores itinerantes, al estilo de los primeros apóstoles, pero su nuevo e incisivo estilo y su excelente formación -los fundadores eran todos egresados de la mejor Universidad de la época, la Sorbona de París- desembocó en la exitosa creación de colegios, a partir del siciliano de Mesina; fue así como, un tanto por sorpresa, los jesuitas se convirtieron en la primera orden dedicada a enseñar. Todo esto, se quiera o no, forma parte del ADN de nuestra cultura.
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