Yo soy oriundo de Madrid. Esta villa, capital del Estado español, me produce tamaña fascinación. Desde sus arrabales modernos de colmenas hasta el corazón de los Habsburgo, pasando por la ribera del Manzanares o las barriadas modernistas. Todo el que conozca Madrid comprenderá la pasión de Galdós o de Arniches por su patria chica de adopción. Sin embargo, quizás a causa del deslumbre o del tedio, Madrid es un manantial del que no borbota constantemente agua. Y en estos momentos, como los pastores nómadas, huimos. Esta misma sensación ocurre en cualquier gran localidad que se precie. En esas megalópolis coronadas por las prisas y la contaminación también ensaya la soga con ahogar a sus habitantes.
Cual berebere errante, callao en mano y turbante protegiendo mi semblante, me dispongo a vagar por el desierto de la A-6. En lontananza, luego de más de hora y media de travesía, el pueblo de mis ancestros. A él acudo, embriagado del sudor que vierte sobre el mí el incinerador sol matritense. No es un municipio grande: apenas veinte calles garabatean su mapa. Alberga historia e historias en cada esconce. Por unos días fue el centro de la Corona de Castilla, y hoy son trigales parapetados por poco más de cuatrocientos vecinos.
Por fin en el pozo de Sicar de mis entretelas, hundo mis manos en sus aguas cristalinas, custodiadas, según narra la leyenda —esa leyenda que el folclore olvidó—, por la Virgen del Hinojal. Sin pensarlo, sin atender a la cal que guarecen esos retoños de Hidrógeno y Oxígeno, las ingiero. Y en esa gota, como pócima de brujos, desfilan tantas andanzas en aquel pueblecito.
En la morada de mis abuelos, todos a la mesa, aguardando los manjares de los dedos de mi abuela. En la calle lateral de la casa de mis abuelos, con mi primo y mi abuelo jugando al fútbol. Ninguno de los tres alcanzamos a ser domadores del balón, pero esos lanzamientos del esférico representan los abrazos de una tierna infancia. Y calle arriba, todo recto, con ese primo que os narro, compartiendo bicicleta a más velocidad que Pegaso. En el ágora paradinense, escenario de reuniones, de salutaciones, de: “¡cuánto has crecido!”, de conocer a parientes que hasta el día anterior no existían… Doblando la esquina, dejando a un lado el ambulatorio, por la empedrada callejuela, tras medio minuto en bicicleta, la vaquería. Revelan imágenes y testimonios que en ese lugar hubo vacas que nunca vi. Pero sí columbré los rastros de las cornúpetas y cerdos y gallinas, que perduran hasta hoy. Recuerdo a mi abuelo, que, con una dulzura que sólo el campo engendra, nos colocaba a mi hermana mayor, a mis primos y a mí sobre una pequeña valla para disfrutar en primera línea de los disparos de la cerda, cuyos proyectiles eran cerditos. Y en Madrid, en mi querido colegio, fardaba ante mis amigos de tener cerdos en mi pueblo. Mis compañeros me miraban sumidos en una mezcolanza de admiración e incredulidad. Caminando, rumbo a casa, está el Corral de las Flores que con tanto empeño cultiva mi abuelo. Bien podría ser el Jardín Botánico de Paradinas, pues ahí germinan variopintas especies de plantas. Los bares, las peñas, los comercios, la iglesia, el pabellón, las fiestas, la ermita…
Consumido el agua, me doy la vuelta, satisfecho. Ese pueblo de mis ancestros, de tantos recuerdos, resumen de varias vacaciones estivales… me libera nuevamente del yugo de Madrid. De la preciosa Madrid, de la que soy hijo orgulloso. Ya cobijan mis pulmones la energía suficiente para navegar en esa ciudad, hoy centro del Estado, y ayer trigales parapetados por cuatrocientos vecinos.
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