En los años 40’ Anaïs Nin y Henry Miller estaban en blanco y se dedicaban a escribir cuentos eróticos para un hombre que quiso quedarse anónimo, nunca consiguieron saber su identidad a pesar de recibir a menudo quejas por el exceso de poesía de los relatos. El destinatario del trabajo, un coleccionista de libros que les pagaba un dólar por pagina, deseaba pornografía pura y cruda saltando detalles líricos y pormenores sin sentido, a Anaïs Nin, la que con el paso del tiempo se convirtió en una de las exponentes más apreciada de la narrativa erótica, le molesto mucho esa actitud que decidió mandarle una carta en la que le explicaba la diferencia entre el coito animal y el erotismo pornográfico: “El sexo pierde todo su poder y su magia cuando es explicito, rutinario, exagerado, cuando es una obsesión mecánica… no sabe lo que se pierde por su observación microscópica de la actividad sexual, excluyendo los aspectos que son el combustible que la enciende: intelectuales, imaginativos, románticos, emocionales. Esto es lo que le da al sexo su sorprendente textura, sus transformaciones sutiles, sus elementos afrodisíacos… la fuente del poder sexual es la curiosidad, la pasión. Usted está viendo su llamita extinguirse asfixiada. La monotonía es fatal para el sexo. El sexo debe mezclarse con lagrimas, risas, palabras, promesas, escenas, celos, envidias, todos los componentes del miedo, viajes al extranjero, nuevos rostros, novelas, historias, sueños, fantasías, música, danza, opio, vino”.
La creadora de el Delta de Venus con esas observaciones confirmaba su punto de vista y experiencia personal, iniciada al voyuerismo y al amor sáfico por June, la mujer de Miller, conocedora del Kamasutra y bígama, dado que estuvo viviendo, entre otras relaciones, una doble vida con Rupert Hole, su segundo marido, y Hugh Guiler, su primer esposo del cual nunca se separó, lo aprendió todo sobre el amor, la infidelidad, las experimentaciones sexuales y el juego erótico. A un mujer así Isabel Allende le estrecharía la mano, porque la autora de Afrodita dice que esa muestra nuestras intenciones y una buena mano para preparar una salsa es igual a la que llega a dar un relajante masaje, no es un caso que entre sus recetas amorosas la conserva de tomate toma un asiento privilegiado, ofreciendo la más amplia posibilidad de usar especias provocativas y excitantes además de ser el tapadero de los errores del cocinero o del mal sabor de los ingredientes. Con la salsa todos los sentidos experimentan excitación, por eso, debe ser llamativa a la mirada, sápida como un beso hondo, ligera y dulce como lo que se esconde en la zona más intima, y, sobre todo, tener un gusto inimitable como la unicidad de cada ser y del perfume de su piel. Un rico adobo es como un amante que cambia su modo de hacer el amor según la pareja que encuentra, así que como dice la escritora chilena: “Existen millones de salsas y usted puede mejorarlas, cambiarlas e inventar las suyas tan pronto como le pierda el miedo a la cocina y a los ingredientes… yo las invento en la inspiración del momento y nunca puedo repetirlas”.
Vuelve otra vez el tema de la monotonía, el erotismo, como en la cocina de mercado que produce su fruto de temporada en una práctica diaria de ensayo y creatividad, rechaza la reiteración porque no tiene nada que ver con el vicio, que se nutre de la obsesión de una acción habitual en que cambian sólo los elementos exteriores y superficiales sin incidir en lo profundo, en lo esencial. El séptimo arte ha producido una larga celebración del binomio comida y sensualidad, cabe recordar la famosa película Tom Jones (1963) de Tony Richardson, en que los dos protagonistas cenando de frente empiezan a corroer un pollo rostido con un juego de miradas, mordidas, lameduras, que simulan y anticipan la sucesiva relación carnal, en este sentido la escena tiene también algo de divertido, dado que los dos exasperan el placer que prueban manducando con una mímica y unas alusiones lascivas que tienen el propósito de evidenciar, a la vez, el deseo que les enciende y su respectivo talento amatorio. Llegando a los años 70', El último tango en París (1972) de Bernardo Bertolucci, desató un gran escándalo por la cantidad de fotogramas de sexo explicito. En la película, sobre la que recaí la censura (en España fue vetada por el régimen franquista y no se pudo estrenar hasta diciembre de 1977) con varios intentos de llevarla a juicio, Paul, interpretado por Marlon Brando, echa al piso a Jeanne, la actriz Maria Schneider, y antes de tener lo que la Biblia estigmatiza como “amor contra la naturaleza”, le pone un puñado de mantequilla para suavizar y facilitar su almuerzo desnudo. El vínculo entre comida y libido no es univoco ni monosémico, por el contrario, hay biunivocidad y polisemia, comprobando que existen numerosas manera de preparar los alimentos así como diferentes declinaciones de la sexualidad. La muchas caras del arte erótico-culinario se reflejan en las interpretaciones que cada uno desarrolla influenciado por la costumbre social, la cultura nacional y familiar, la memoria individual y colectiva, y el camino personal que lo llevaron por las calles de la vida, en ese aspecto hay una distancia enorme entre la película Tampopo (1985) de Juzo Itami y El festín de Babette (1987) de Gabriel Axel. El erotismo de la cinta japonesa es representativa de la tradición del país del sol naciente, el director le toma el pelo a la civilización occidental construyendo una trama en que sobresalen los códigos socioculturales de la sociedad nipona, encarnados por dos improbables camioneros, Goro y su ayudante Gun (respectivamente Tsutomu Yamazaki y Ken Watanabe), vestidos como “cowboys” (vaqueros). La cinta contrapone explícitamente los “Noodle Western” a los “Espagueti Western”, lo hace con una celebración de los primeros, precursores de los espaguetis, que se producen en China desde el 5000 A.C. y se caracterizan respecto a la más joven pasta italiana, que sólo se descubrió en 1154, para ser hechos con trigo sarraceno, también llamado alforfón o blando, a cambio del trigo duro, en el caso especifico, toda la trama se enfoca sobre la preparación del legendario “ramen” con una clara alusión de matiz sexual. Es oportuno explicar que hay diferentes tipos de noodles, los sobas, los udon, los somen, los shirataki y los ramen, estos últimos, amarillos por el uso de huevos, más sólidos y rotundos, son utilizados para la preparación del aludido plato que, según algunos historiadores, es la versión japonesa de la sopa de fideos chinos. El director Juzo Itami intenta promocionar la comida nipona y al mismo tiempo atacar la estandarización del gusto que el capitalismo occidental pretende imponer con todo su equipaje ideológico, fenómeno que determina también un achatamiento de los patrones sexuales, porque cocina y practica amorosa, en su visión, son inseparables. Contraponiendo el espíritu samurái a el de los “cowboys”, la gastronomía asiática a la culinaria yanqui o italoamericana, la yakuza, criminalidad organizada autóctona, a la mafia, y, por encima de todo, la sensualidad japonesa a la lujuria occidental, roda escenas en que un gánster con traje blanco y su voluptuosa acompañante viven experiencias sexuales durante unos agasajos. Memorable es la secuencia en que los dos se pasan de manera impúdica una yema de huevo de una boca a otra hasta que la misma se rompa inevitablemente entre los labios de la mujer escurriéndosele por la barbilla como durante una irrumación, es evidente que la película quiere burlarse de las escenas gringas de pasión, donde a ser objeto de intercambio entre dos bocas besándose es casi siempre un chicle. El guion respalda con sentido del humor las peculiaridades y la vitalidad de la gastronomía y del erotismo nacional, no es casualidad que el rodaje contenga dibujos animados (“anime”) y que se despliegue una concupiscencia típica de la sociedad nipona, en que la copulación no tiene gran importancia mientras que las practicas no ortodoxas (burusera, enjo kosai, imekura, terekura, salones rosas, hoteles del amor, densha go go, pantsu getta) son un eje en su manera de vivir el sexo, manifestando un patente machismo (en la cinta es la mujer a preparar los fideos ramen pero bajo el mando de un hombre) y, en algunas situaciones, verdaderas formas de parafilia. Una secuencia que lo atestigua es la comida de ostra en que el gánster incapaz de extraer el marisco, se raja los labios, pues, herido, acepta la ayuda de una adolescente que le enseña como entrar en la concha y remover la carne sin perder el néctar, explícita referencia a la desfloración, de manera que el criminal mirando el jugoso marisco en la mano de la chica y experimentando el apogeo de la excitación, antes le roza la palma con su boca, procurándole cosquilleo, y luego se traga con codicia el molusco manchado de sangre sin darse cuenta del derrame de su llaga, prontamente taponado por la nínfula con un beso apasionado. El panorama trazado en El festín de Babette o La fiesta de Babette es completamente diferente, en esta historia el erotismo no ingresa por la entrada principal sino por la puerta trasera, de hecho, el tema es tratado de manera disimulada relacionando los pecados de gula con la sensualidad. No se puede ignorar que en la cultura japonesa la libertad sexual es consecuencia de una religión como el sintoísmo que infringe los tabúes, en cambio en el cristianismo hay una exégesis equivocada sobre la conexión entre el sexo y la espiritualidad tanto en el estudio del Nuevo Testamento como en el del Antiguo Testamento (mundo pre-cristiano). Para los judíos el sexo era algo provechoso y digno de ser vivido, por el contrario, los reformadores luteranos y la jerarquía de la Iglesia Católica lo redujeron a un mero acto corporal que merecía ser ocultado y disfrutado el menos posible, dado que lo que interesaba en la persona era el alma. Leyendo diversos fragmentos del Antiguo Testamento, sobresale la importancia de la fecundidad respecto al valor de la virginidad y el uso de alimentos para conseguir un mayor poder sexual asociado a la reproducción, por ejemplo, Jacob, el de la famosa escalera de la subida al cielo con los ángeles durante un alterado estado de conciencia, para llegar a tener su quinto hijo con Lía (Genesis 30: 14 y 15) ingiere un elixir capaz de acrecentar la eficacia del liquido seminal, se trata de la mandrágora, una planta comestible que le permite lograr su propósito. También, en el Nuevo Testamento, Jesús de Nazaret no renuncia a los placeres de la mesa; el vino, el pan, las bodas y los banquetes son usuales en su biografía así como la frecuentación sin negativas de prostitutas y mujeres relatando su lazos amorosos (Juan 4:1-30 la samaritana concubina que ha tenido 5 maridos). El judaísmo atestigua la importancia de la procreación y reconoce que ésa necesita buena alimentación, algo que curas y pastores rechazan terminando por negar los reales contenidos de la Biblia, desde siempre un libro con un perfil, entre otros, erótico, dado que es repleto de sexo, corporalidad y abundantes ágapes fraternales. El filme de Gabriel Axel, basado sobre el homónimo cuento de Isak Dinesen, enfrenta el lado oscuro de la sensualidad, o sea, la represión sexual, que es el opuesto de que en alguna manera se amamanta. El banquete organizado por Babette con ingredientes de la culinaria francesa, notoriamente afrodisíaca, tiene como objetivo soltar la contención que los miembros de la comunidad observan por ser sometidos a una moral religiosa (según la etimología ligado a una regla) de la existencia, en que austeridad, frugalidad y rigidez predominan de manera espantosa anquilosando su misma existencia sexual. La cocinera quiere brindarles a aquellos poblanos mugrientos, desarrapados e ignorantes, el goce propio de la gente más rica y libertina de París, como lo hacía en el restaurante donde ella trabajaba guisando para los burgueses consumidores de los mejores vinos, manjares, carnes y pasteles, elaboraciones que permiten sumergirse en el placer de la manduca y que son además las ganas de vivir y la reivindicación del humano delante del discriminado invento de la religión, porque las buenas viandas son síntoma de buen sexo, mientras que una pobre comida, y no una comida pobre (se tenga en cuenta la diferencia), trasluce decadentes relaciones emotivas, sentimentales y sensuales. La cena no es una simple anécdota sino ocupa un papel central, dado que todo el rodaje se focaliza en el aspecto gastronómico, desde la llegada de los alimentos de la capital francesa, pasando por la preparación y los fogones, hasta la salida de los platos y el siguiente despertar de los sentidos y el placer, deleite discreto que en ninguna ocasión llega a ser excesivo o extraviado como en Tampopo o en La grande bouffe (La gran comilona, en español, de Marco Ferreri, 1973) o en El fantasma de la libertad (Luis Buñuel,1974), cada una de estas películas con su propia elaboración sobre el tema.
Volviendo al nexo entre comida y sexualidad en Japón, se puede asegurar que a veces es muy incómodo, no hay nada como una buena cama, no hay nada como sentarse a comer en una silla alrededor de una mesa bien preparada, todo lo contrario de lo que pasa en la relación amorosa japonesa de hoy en día en que conviven extrema experimentación sexual de histórica tradición y sentimiento de culpa, un connubio entre el erotismo desenfrenado y la represión que se traduce en muchos fetiches como el kikkou (juego masoquista en que una mujer se deja atar con cuerdas que rozan sus partes sensibles), el nyotaimori (comer sushi de un cuerpo desnudo utilizado como bandeja), el unagi (introducción de anguilas de agua dulce en la vagina de una mujer), la kagaseya (oler sexo durante el periodo de ovulación) y la burusera (tienda en que mujeres venden sus bragas usadas, de vez en cuando incluso están presentes en el local y se las quitan entregándoselas sucias directamente a los compradores). La evolución del arte shunga (imágenes de primavera) lo narra claramente, las mujeres parecen gozar de alguna forma de libertad sexual, visto que son dibujadas en escenas lubricas no sólo de matriz heterosexual sino también teniendo relaciones lésbicas – a menudo con el uso de un harikata (dildo) – espiando otras parejas haciendo el amor, en tríos (generalmente una mujer, un hombre y un chico) y hasta acostándose con animales (gatos, perros y moluscos) y otras extrañas criaturas similares a deidades o demonios como en “El sueño de la esposa del pescador” (Los pulpos y la buceadora, 1814), una estampa de Katsushika Hokusai, en que una muchacha goza del cunnilingus procurado por un pulpo según un esquema típico de humillación y sumisión. La emancipación amatoria de la esposa japonesa se manifiesta en lo que es la representación de sus deseos pero nunca se convierte en una efectiva igualdad respecto al hombre, éste, casi siempre mayor, no rechaza idilios homosexuales, precisamente destacados con xilografías, desempeñando un rol activo y dominante con su pareja (mujer o chico que sea), que, por el contrario, toma parte pasiva y de aprendiz y aun es objeto de violación. Si por un lado el arte shunga enseñaba con desfachatez todos los tipos de práctica sexual (felación, sexo contra la naturaleza, pedofilia y zoofilia), por otro lado, se centraba esencialmente en el sexo vaginal deformando y exagerando las proporciones del miembro masculino durante la penetración; zonas erógenas diversas no eran consideradas, los senos, por ejemplo, nunca eran expuestos, y si los eran no despertaban ningún interés carnal porque eran reconocidos como símbolo de la maternidad, eso hasta el 1907 cuando empezó una campaña de dura represión policíaca que se ha llevado a cabo hasta los días de hoy, produciendo, así como relatado en Tampopo, un sexo con muchas perversiones y compunciones, en que asume importancia un género de erotismo que no incluye la comida principal: el coito.
Este breve resumen histórico evidencia que todavía se padece un acoso moral por comer bien y hacer el amor apasionadamente, mientras que hay que apartar los remordimientos y sentarse cómodamente sin que la conciencia engendre un malestar psicológico demonizando la comida, de esa manera se puede respirar y sentir mejor el sabor de los alimentos para disfrutar del goce de los gustos, dado que el sexo mucho tiene que ver con los guisados y su perfume y nada que ver con la dominación arrolladora y mortífera, como ya se ha producido muchas veces tanto en la realidad como en el arte. A este respecto, El imperio de los sentidos (1976), película de producción franco-japonesa de Nagisa Oshima, vuelve a presentar escenas desagradables y una posesión destructiva, mejor dicho castradora de la libertad sexual, una herencia de la visión de la mujer en la cultura samurái, que desconocía el amor cortés de la caballería europea y asociaba su presencia a un presagio de muerte, fallecimiento que se cumplía en todas las narraciones con una respuesta de auto-inmolación a través del suicidio, apodado seppuku o harakiri (incisura del vientre) y calificado como acto de valor para no perder la dignidad delante de una segura derrota o para lograr reparar un error o una seria ofensa. Las obsesiones sadomasoquistas se vinculaban al estilo de vida del guerrero feudal y a su aceptada y común pederastia y no excluían a la mujer noble (ella debía inmovilizar con una cuerda sus tobillos, muslos o rodillas, para no sufrir la deshonra de morir con las piernas abiertas al caer después del suicidio mediante un corte en el cuello llamado “jigai”), repitiéndose en la actitud y en el trato que se reservaban a las plantas y a los arboles, pobres seres de la naturaleza víctimas de las ligaduras con alambres como los bonsáis, las mismas ataduras morales que afectaban a las oiran en Japón, que, desde el siglo XVII hasta la mitad del siglo XIX, fueron utilizadas para la servidumbre sexual. Esas estupendas niñas, conocidas como “destructoras de castillos”, después de ser vendidas por sus padres, eran entrenadas con un adiestramiento cultural elevadísimo para que pudieran tener una refinada conversación en los burdeles en que trabajaban como cortesanas de alto rango. Claramente, no faltan ejemplos de sadismo en la cultura occidental, en la aludida cinta El último tango en París se perpetra un acto ruin de machismo y sadismo, la actriz Maria Schneider en la famosa escena del sexo en el piso sufrió una auténtica violación que la afectó durante toda su vida. Muchos años después, el director Bernardo Bertolucci confesó que la idea de hacerlo sin que ella lo supiera, le vino a la cabeza durante un desayuno, precisamente cuando el actor Marlon Brando untaba una rebanada con mantequilla, de hecho, la comida puede ser también muy cruel hasta llegando a dar muerte, porque es notorio que cuando gozamos de uno de los más grandes deleites de la vida, convivimos con el riesgo de atragantamiento a cada bocado. Existe una relación entre eros, tánatos y comida, verbigracia, en Corea del Sur se prepara un plato con el que se desafía explícitamente la muerte, tratándose de comer un pulpo vivo (sannakji) con el peligro de que uno de sus tentáculos pueda adherirse a la traquea provocando asfixia, para colmo, lo que le gusta sentir a las personas es el retorcimientos de los trozos del animal en su paladar y garganta, aprovechando de una especie de sádico crudismo como en la película Old Boy (2003) de Park Chan-wook.
Infligirse la muerte a través de la comida es un tema también explorado en la cultura occidental, los protagonistas de La gran comilona, Marcello (Marcello Mastroianni), piloto de aviación, Philippe (Philippe Noiret), juez, Michel (Michel Piccoli), productor de televisión y Ugo (Ugo Tognazzi), dueño y cocinero del restaurante “Le Biscuit a Soup”, son cuatros amigos de mediana edad representantes de la burguesía, que deciden matarse organizando un banquete desproporcionado en que sexo y viandas desbordan en todas las secuencias. En esta película el director Marco Ferreri no desea celebrar la gastronomía erótica, al contrario, desata una critica feroz a la sociedad de consumo en que prevalecen el tedio, las manías, las fobias, las represiones, al punto que la comida y el sexo se convierten en un anti-tóxico contra las frustraciones de la vida, o sea, un placer subrogado y una vía de escape de la realidad que Carlo Marx ya había intuido afirmando que “Llegamos, pues, al resultado de que el hombre sólo se siente ya libremente activo en sus funciones animales: comer, beber y procrear, y, cuando mucho, en su cuarto, en su arreglo personal, etc., y que en sus funciones de hombre sólo se siente ya animal. Lo bestial se convierte en lo humano y lo humano se convierte en lo bestial”.
Queda claro que beber, comer y tener relaciones amorosas son dignas actividades humanas que manifiestan el nivel de costumbre y civilización alcanzada, pero consideradas en abstracto y de manera totalitaria, es decir, apartando las otras acciones antrópicas, se trasforman en funciones animales. En la obra cinematográfica de Ferreri se relata este tipo de absurda situación del individuo moderno, capaz de planear fríamente su muerte hundiéndose en un consumo masivo y desordenado de sexo y nutrientes, donde la carne humana y animal abundan sin verdadero hedonismo, eso es lo que pasa cuando la comida carece de sapidez a la vez que el hombre y la mujer se convierten ellos mismos en trozos de carne sin alma, sin ideales, sin sentimientos y sin emociones, lo opuesto de lo que es el amor. Sin duda, en la actualidad se come profusamente pero muy mal, al igual que se tiene mucho más sexo pero ya casi no se hace el amor, tal vez porque hace falta juntar la inteligencia y la fantasía del juego erótico con la naturaleza, evitando los excesos de la gula y del coito que llevan a una anarquía de los sabores que desemboca en el asco, como le pasa a los penitentes del tercer circulo del Infierno de la Divina Comedia (Dante Alighieri, 1555), sumergidos en el fango y golpeados por una inacabable tormenta de lluvia y granizo al mismo tiempo que Cerbero los desgarra con uñas y dientes. Se entiende muy bien que los pecados enlazados con la voracidad son la avidez y el egoísmo, vicios que se encuentran en los banquetes de Donatien Alphonse François de Sade, en particular en Los 120 días de Sodoma (1785) y en Justine o los infortunios de la virtud (1787), que concretizan los peores actos de barbaridad y perversidad en la convicción que “sin la embriaguez y la glotonería, el gozo no sería tan completo y la abundancia de comida prepara bien para el amor, y mejor si es excitante”.
El marqués ponía los placeres de la lujuria y los de la mesa casi al mismo nivel, y aparte de deleitarse con postres, tortas, chocolate, leche y todo aquello que pudiera comer a su antojo, degustándolos de los cuerpos de sus conquistas sexuales, era un gran conocedor de los afrodisíacos, llegando a usar hasta la peligrosa cantárida o mosca española, que, según lo que se narraba, alteraba la sensibilidad de la mujer empujándola a aceptar cualquier aberración, compresa la sodomía, y además servía como potente excitante para el hombre. En el mismo marco se ponen las obras literarias Gamiani, dos noches de pasión (1833) de Alfred de Musset, una mezcla bestial de erotismo y menoscabo en que a veces se superan las perversiones del Marqués de Sade, y la Historia de mi vida (1822) de Giacomo Casanova, entramado de relaciones amorosas llevado a la gran pantalla por Federico Fellini con el título Casanova (1972).
Esos hombres y sus personajes se alimentaban con un exceso de manjares y bebidas en la creencia que la capacidad de las personas de comer era un indicador de sus habilidades amatorias, lo cierto es que durante siglos sus novelas han promovido el libertinaje sexual que tiene una relación muy superficial con el erotismo, además, cada romance cuando se pasa de la raya puede terminar en delito, no se habla de traiciones o simples engaños, tropiezos morales que cada uno evalúa con sus parámetros morales, sino de verdaderos o intentados asesinatos, como en la película El cartero siempre llama dos veces (1981) de Bob Rafelson, un guion adaptado de la novela homónima de James M. Cain, que nos enseña una pasión desvergonzada, llena de infidelidades, de terribles desaciertos sociales, en que el amor es amor ciego, irracional, que lo puede todo delante de los convencionalismos. La trama se despliega en un restaurante de carretera, donde un hombre, Frank (Jack Nicolson), se detiene a comer y allí conoce la patrona, Cora (Jessica Lange), una joven mujer muy atractiva que esta desilusionada de la vida y cansada de su situación matrimonial. Mientras su marido Nick (John Colicos) – un necio hombre mayor – se dedica a llevar el negocio, ella siempre pule lámparas en su camiseta rota delante del protagonista, que al final cede a su coqueteos y encantos iniciando una relación clandestina. En la mesa de la cocina donde aún Cora esta apretando y estirando la masa, los dos se aman con un furor alucinado, ella con el trasero manchado de harina se deja levantar las piernas rodeando el cuerpo de él en el lugar del pan, sabiendo lo que simboliza: el principio de la vida, el alimento del hogar y de la familia, el sustento que se pide en el padrenuestro. Naturalmente, sabemos que existe una concupiscencia desconcertadora, a veces porque la hemos vivida, que sin poder explicarlo puede producir cualquier tipo de desviación, incluso el homicidio, lo que planean y logran Frank y Cora para liberarse de Nick. Él haría cualquier cosa por ella, mataría por tenerla, así que permite al espectador experimentar la pasión enferma con todos los sentidos, el gusto, el olfato, el tacto, la vista y por último, ya en el crimen, con el oído: el sonido del cartero que llama siempre dos veces.
En cambio el erotismo siembra la buena semilla de la afición culta que se nutre no de plana racionalidad sino de intuición espiritual, es lo que relata el Cantar de los Cantares en que se oye un himno al amor (5:11-16), una gracia que desciende directamente de la sabiduría, corazón de la sensualidad santamente impúdica:
Su cabeza, como, oro finísimo;
Sus cabellos crespos, negros como el cuervo.
Sus ojos, como palomas junto a los arroyos de las aguas,
Que se lavan con leche, y a la perfección colocados.
Sus mejillas, como una era de especias aromáticas, como fragantes flores:
Sus labios, como lirios que destilan mirra que trasciende.
Sus manos, como anillos de oro engastados de jacintos:
Su vientre, como claro marfil cubierto de zafiros.
Sus piernas, como columnas de mármol fundadas sobre basas de fino oro:
Su aspecto como el Líbano, escogido como los cedros.
Su paladar, dulcísimo: y todo él codiciable.
Tal es mi amado, tal es mi amigo, Oh doncellas de Jerusalem.
También en Las mil y una noches, recopilación medieval en lengua árabe de cuentos tradicionales, Scheherazade aplaca con la sapiencia la pasión furiosa del sultán que quiere matarla como todas las mujeres del reino que considera inevitablemente infieles, lo hace narrándole un cuento que antes del amanecer queda suspendido, de esa manera aquieta su cólera y despierta el buen deseo que nunca acaba con la curiosidad, una de las permanentes y seguras características de una vigorosa inteligencia. El sultán se comporta como si fuera un niño, atraído por largas noches de relatos fantásticos olvida la sospecha de traición de su esposa virgen, supera el enfado y está listo para amar, entonces, Scheherezade le manda a preparar los más ardientes platos con el fin de que olvide ese estado de celos y dolor por la desconfianza, que incluso le produce impotencias, y en una de estas recetas le proporciona:
400 gramos de filete de pollo
2 limones confitados
Un puñado de olivas verdes
Una cebolla
Una cuchara de aceite de oliva
Una cucharadita de café y paprika
Cúrcuma
Sal y pimienta verde.
Y con esto volvemos al tema que todos los suministros que sirven para desarrollar la inteligencia se llaman afrodisíacos, porque es ésta que ocupa un rol central en los hechos amorosos antes del gusto, el olfato, la vista, el tacto y el oído, confirmando que el erotismo se nutre de imaginación al trasformar una posición en situación. Ya en la antigüedad se consumaban viandas afrodisíacas, la misma palabra deriva del nombre de la diosa helénica del amor y la sensualidad, Afrodita, y los griegos conocían muy bien la excitación que hierbas, especias, plantas y algunos pescados y mariscos eran capaz de despertar en el hombre, además, distinguiendo en relación a sus efectos y sus formas cual de los dos sexos iban a beneficiar. Alimentos asociados a los órganos genitales femeninos eran la ostra, el higo, la orquídea, mientras que el esparrago y el puerro concernían los masculinos, sin olvidar ingredientes bivalentes como el maní cuya forma es representativa tanto del pene cuanto del clítoris, beneficiando a los dos como explica de manera simulada y divertida Antonio Machín en su famosa canción El Manisero, o el pan, que puede ser elaborado de manera distinta, por ejemplo, el de barra o el baguette son típicos del simbolismo fálico, en cambio el pan catalán, llamado llonguet, elaborado en panecillo con masa de los payés se presenta en forma de vagina entreabierta, oda a la caverna de la diosa madre naturaleza. De otra parte, el listado de productos estimulantes es muy largo, entre ellos hay: la vainilla, la miel, la medula gris de ballena, la sandía (que contiene la citrulina, una sustancia que se convierte en arginina, un vasodilatador muy similar al principio activo de la viagra), la canela, la fresa, el mango, el plátano, el chocolate, la angula, la alcachofa, el ginseng, la hoja de coca, la paprika, la pimienta, la mostaza, la menta, el curry, el azafrán, el aguacate, el pepino y la fruta seca. Lo que estos ingredientes tienen en común es la cualidad de mejorar el flujo de la sangre e influir sobre la respiración, que, a su vez, provocando la dilatación de los vasos sanguíneos determina un aumento de la cantidad de oxigeno presente en el cerebro y en todas las partes con necesidad de irrigación (pene y vagina). Ha sido científicamente demostrado que cuando la oxigenación cerebral en el lóbulo frontal decae, la actividad neuronal de esa zona, que está estrechamente relacionada con el control del movimiento y la lucidez mental, también desciende, pues, los afrodisíacos logran producir un mayor crecimiento neuronal y una aumentada capacidad de imaginación y excitación como consecuencia de una mayor vascularización del encéfalo. Otra peculiaridad de estos alimentos es la implicación en los procesos de tipo hormonal, como la miel que produce una crecida de los esteroides sexuales femeninos, la ostra que ayuda la lubricación de la mujer y mejora la cualidad del esperma en el hombre, y el mango que con su alto contenido en betacaroteno favorece la generación de estrógenos y testosterona igual que el higo. Durante el siglo XIX y hasta la mitad de los años veinte del Novecientos, los dueños de los prostíbulos de Barcelona conocían muy bien las peculiaridades de los afrodisíacos, en estos sitios había casi siempre un piano, un desfile de chicas y descorchados de champán francés así como selectos y suculentos manjares que se ofrecían a los clientes para acrecer su apetito sexual, como ostras crudas, caviar, almejas y galletas con mantequilla. Al día de hoy, en La Junquera, ciudad fronteriza con Francia, los puticlubs y hoteles tienen mega restaurantes con bufetes libres y muy económicos para atraer a los clientes al bingo y al burdel, donde bellas señoritas andan con provocativa lencería y bailan en la barra vertical, un estilo muy lejos de los paradores o reservados para los encuentros fortuitos, en que había una cocina convertida en alcoba, una mesa de elaboración trasformada en lecho nupcial, mujeres francesas cubiertas de dulces con crema de caramelo en el pubis y cenas con langostas, mariscos y sopa de tortuga en los habitáculos cerrados y adornados con muebles de valor, como, según lo que relatan unas leyendas urbanas, pasaba en el piso superior del restaurante Las Siete Puertas y también en los palcos del teatro Liceu de la capital catalana, que, antes de los atentados anarquistas, se habían convertidos en lupanares de la burguesía.
Se puede concluir afirmando que el erotismo no se limita al sexo, por el contrario, es como una mujer que terminado el encuentro amoroso no cesa de expresar su sensualidad yaciendo semidesnuda entre las sábanas con una inocente malicia. Honoré de Balzac, gran conocedor de la culinaria dijo que: “El glotón es el sujeto menos estimable de la gastronomía, porque ignora su principio elemental: ¡El arte sublime de masticar!”; el escritor francés, notoriamente adicto al café y a la comida, ha dejado una importante herencia sobre el tema, en particular, cuando explicando el enlace entre los ascensos de las naciones y las costumbres alimentarias ha afirmado que “el destino de un pueblo depende de su nutrición y de su régimen. Los cereales han creado los pueblos artistas. El alcohol ha aniquilado las razas indias. Para mí Rusia es una aristocracia sostenida por el alcohol. Y quizás el abuso del chocolate ha sido la causa de la decadencia de la nación española, que, en el momento del descubrimiento del chocolate, estaba a punto de reconstruir el imperio romano”.
Todas las novelas de Balzac abundan de recetas y platos, porque la comedia humana se desarrolla esencialmente alrededor de una mesa, no importa que sea un fogón o un restaurante, su aporte en este contexto fue un ensayo llamado Tratado de los excitantes modernos publicado como apéndice de la Fisiología del gusto (1839), en que el literato explica la función de las sustancias estimulantes haciendo una premisa: “Hay que distinguir los hombres que comen y beben para vivir de los que viven para comer y beber”.
Para él el peor amador es el ávido que incapaz de saborear los platos lo devora todo sin comentar y sin juicio (“traga pedazos enteros; pasan por su boca sin rozar el paladar... Es mucho más que un animal; es mucho menos que un hombre... Una vez sentado a la mesa, jamás levanta los ojos, devora con la vista como con la boca... jamás emite un comentario gracioso...”), apenas mejor es “el hombre comedor”, que si no muestra los excesos del glotón tampoco conoce el arte de comer, su contraseña característica “es la de actuar lentamente y, tras masticar con bastante detenimiento, hablar con frecuencia.”
En sustancia Balzac juzga negativamente lo que Roland Barthes aprecia en su ensayo El imperio de los signos (1970), cuando hablando de la gastronomía japonesa afirma: “La comida siempre es una colección de fragmentos, ninguno de los cuales parece privilegiado en un orden de ingestión: comer no es respetar un menú (un itinerario de platos), sino tomar, con un ligero roque de palillos, ya un color, ya otro, a merced de una especie de inspiración que aparece en toda su lentitud como el acompañamiento desligado, indirecto, de la conversación (que puede ser muy silenciosa)”.
En definitiva, el erotismo tiene muchas declinaciones, y si los animales pacen, el hombre come, pero sólo el hombre inteligente sabe hacerlo bien, tal y como decía Honoré de Balzac: “Dime cómo andas, te drogas, vistes y comes... y te diré quién eres”.
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