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Supongamos que, por un momento, esa verdad en la que siempre hemos creído, no lo es. Sencillamente, no existe. Es el resultado final de un pacto colectivo, voluntario o no, entre una serie de personas que normalizan una determinada visión, percepción o concepto. Una convención que se ha transmitido durante años, décadas o siglos, que pone de manifiesto, sin dudarlo, que la realidad se construye o se edifica por los propios seres humanos.
Durante décadas, Estados Unidos ejerció un papel hegemónico en la escena internacional, asumiendo en gran medida el rol de “sheriff del mundo”. Tras la Segunda Guerra Mundial y a lo largo de la Guerra Fría, su presencia militar y política proporcionó un paraguas de seguridad a muchos países, especialmente en Europa. Sin embargo, en los últimos años —y de forma más notoria bajo el mandato de Donald Trump— se ha observado un cambio en esta estrategia.
Desde los presocráticos (la vida es “estar despierto”, Heráclito del Efeso), con más el cristianismo ejercitado como sistema bifronte universal de ideas (cuerpo y alma) y la cultura judeocristiana, sobre todo en Occidente, el sujeto desde que nace busca su destino, se rebela contra la muerte y aprecia su cultura como una forma de luchar contra el final irreductible.
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