WASHINGTON --. Un interrogante fundamental de nuestros debates presupuestarios es la medida en que permitimos que el creciente gasto público de carácter social vaya desbancando al militar y, en la práctica, obligue a Estados Unidos a llevar a cabo un peligroso desarme paulatino.
Las personas que consideran los recortes militares una forma fácil de reducir el déficit presupuestario olvidan que esto ha tenido lugar ya. De finales de la década de los 80 a 2010, las fuerzas armadas de América han descendido de 2,1 millones de hombres y mujeres a unos 1,4 millones. La reducción de plantilla -- el "dividendo de la paz" fruto del final de la Guerra Fría -- no fue invertido por las guerras de Irak y Afganistán. En 1990, el ejército tenía 172 unidades regulares de combate, la marina 542 naves y las fuerzas aéreas 4.355 aparatos de combate; hoy esas cifras son de 100 batallones, 288 naves y 1.990 aparatos.
Cierto, Irak y Afganistán elevaron los presupuestos de defensa. A la conclusión de estos conflictos, el menor gasto contraerá el déficit general. Pero el ahorro será menor de lo que muchos esperan porque el coste -- aunque sustancial -- era más reducido de lo que les parecía. Del ejercicio fiscal 2001 al ejercicio fiscal 2011, estos conflictos costaron 1,3 billones de dólares, según la Oficina Presupuestaria del Congreso. Eso representa el 4,4 por ciento de los 29,7 billones de dólares de gasto público federal entre esos ejercicios. En 2011, el coste ronda los 159.000 millones, el 12 por ciento del déficit (1,3 billones) y el cuatro por ciento del gasto público total (3,6 billones de dólares).
Tres argumentos fraudulentos se exponen comúnmente en favor de los recortes militares importantes.
Para empezar, no nos podemos permitir el ejército actual. No es así. El importe que gastemos es una decisión política. Durante las décadas de los 50 y los 60, cuando el país era mucho más pobre, del 40 al 50 por ciento del presupuesto federal se destinaba de forma rutinaria a la defensa, representando entre el 8 y el 10 por ciento de nuestra renta nacional. Hacia el año 2010, una América más rica solamente destinaba al ejército el 20 por ciento del gasto público federal y el 4,8 por ciento de la renta nacional. El gasto público federal sustituyó al gasto militar; pero ese desplazamiento ha ido demasiado lejos.
En segundo lugar, gastamos tanto más que todos los demás que los recortes no nos van a exponer. En el año 2009, el gasto público estadounidense en defensa fue seis veces el de China y 13 veces el de Rusia, según cálculos del Stockholm International Peace Research Institute. El problema de estas cifras reside en que no ajustan de verdad las diferencias de los niveles de ingresos. El salario estadounidense y los gastos de contratación de plantilla y servicios, propiedades y materiales del ejército son por ejemplo varios órdenes de magnitud superiores a los de China. Pero las filas de China son alrededor de un 50% más numerosas que las nuestras, y tiene una flota de cazas de cuatro quintas partes la nuestra. Esto no se traduce en que la tecnología militar de China se compare con la nuestra todavía, pero las diferencias en el gasto recogido son enormemente engañosas.
En tercer lugar, el Pentágono tiene tanta ineficacia y derroche que los recortes importantes no van a poner en peligro nuestra capacidad de combate. Por supuesto que hay derroche e ineficacia. Son objeto de los 450.000 millones en recortes adicionales a 10 años -- ahorros mayores que Irak y Afganistán -- en los que convinieron este año Congreso y Presidente Obama. El ex Secretario de Defensa Robert Gates ya había recortado programas importantes, incluyendo en caza indetectable F-22, que consideró innecesario. Se pueden obtener ahorros a partir de la reforma del Tricare, el generoso fondo de pensiones de los pensionistas del ejército y los militares en activo. Pero como la mayoría de las organizaciones burocráticas, el Pentágono siempre va a registrar alguna dosis de derroche. Es un mito que se pueda extirpar quirúrgicamente sin debilitar al ejército.
El gasto en defensa es distinto al resto del gasto público, porque proteger a la nación es el primer deber del estado. Está en la Constitución, a diferencia de las autopistas, los comedores escolares y la seguridad social. Deberíamos gastar cuanto hiciera falta, pero ese importe nunca está claro. Ni siquiera durante la Guerra Fría, cuando se analizaban intensamente los medios de la Unión Soviética, había una cifra exacta y científica.
Ahora, nuestro concepto de seguridad nacional -- y lo que se pide al ejército -- es difuso y expansivo. Aparte de prevenir atentados en territorio nacional, los objetivos incluyen: detener el terrorismo; contener el ascenso de China; librar la guerra virtual; limitar la proliferación nuclear (Corea del Norte, Irán); evitar la pérdida o el robo de arsenales nucleares (¿Pakistán?); proteger las rutas marítimas comerciales y a algunos productores importantes de petróleo; brindar ayuda humanitaria en desastres naturales importantes.
En sí mismo, el gasto en defensa no garantiza que nuestra fortaleza nacional se vaya a desplegar con eficacia ni con inteligencia. Esto depende de nuestros líderes militares y civiles. Pero exprimir el gasto en defensa limitará sus opciones y expondrá a los efectivos regulares estadounidenses a riesgos mayores. Los que defienden la necesidad de recortes importantes tienen que especificar los objetivos -- librar la guerra en la red, contener a China, combatir el terrorismo -- que deben restringirse.
Las guerras de Irak y Afganistán aplazaron la modernización de sistemas de armamento que se remontan a las décadas de los 70 y los 80. Obama promete reiteradamente proteger la fortaleza militar de América, pero los recortes en vigor podrían hacer lo contrario. Antes incluso de ellos, el gasto en defensa se situaba por debajo del tres por ciento de la renta nacional, el nivel más bajo desde 1940. La necesidad de mantener un ejército adecuado es otra razón de que el gasto público social deba recortarse y de que haya que subir los impuestos.
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