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Desobediencia civil

El mejor gobierno es el que tiene que gobernar menos
Luis López
martes, 15 de noviembre de 2011, 08:16 h (CET)
Henry David Thoreau pasó una noche en la cárcel al negarse a pagar los impuestos a su gobierno. Fue su manera de protestar ante la esclavitud y la guerra de su país Estados Unidos contra México (1846-1848). ( “Si...le exige a usted ser el agente de injusticia para otro, entonces yo le digo, incumpla la ley” ). No quería que su dinero sirviese para apoyar la falta de libertad y un conflicto armado. Ambas formas de violencia le eximían de pagar. Creía que todos los hombres son iguales y la guerra contra el vecino obedecía más a los deseos de una minoría expansionista que a una realidad nacional. No se equivocaba en ninguno de los casos.

Lo que en el breve ensayo La Desobediencia Civil escrito en 1849 se apunta es a la dimensión del hombre como medida de las cosas naturales del hombre. Y a la desobediencia al estado en la medida que no sepa estar a la altura del hombre al que somete. ( “Antes que súbditos tenemos que ser hombres”). Si tal sucede, el hombre de bien, puede y debe negarse a cumplir sus obligaciones, entonces será un ciudadano libre, ya que el estado no podrá seguir afrentándolo. (“No es deseable cultivar respeto por la ley más de por lo que es correcto” ). No cooperemos con un sistema disfuncional, nos dice, la máquina se alimenta así. ¿Está el estado a nuestra altura?

Thoreau era un hombre de pensamiento y acción. Su irreductible ideario y sus creencias iban más allá de su tiempo. Dispone los esquejes de la resistencia pasiva que desarrollara Ghandi contra el imperio inglés y Martin Luther King también lo nombró como una de sus primeras lecturas reveladoras. Alguien, se supone que un familiar o un amigo, pagó los impuestos en su nombre. ¿Hizo bien?

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En nuestra realidad circundante, en lo que solemos citar como nuestro entorno, el sistema judicial tiene como objetivo no la Justicia, abstracción platónica que nos trasciende, sino garantizar, con realismo y en la medida de los posible, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que no es poco. Por eso hablamos de Estado de Derecho, regido por la Ley.

Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.

Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables». No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.

 
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