"Es que en mi tiempo los segundos son ingastables", le dice un niño de unos 7 años a su padre en el vestuario de la piscina cuando este le recrimina que no colabore para cambiarse y que van a llegar tarde a donde sea. Su tono es bronco, contenido y apurado, porque sabe que no están solos y que el reloj prosigue su ritmo. Me mira, le miro, sonriente y comprensivo, haciéndole ver que sé por lo que está pasando, que no hay nada nuevo bajo el sol y que es una fase que hemos de atravesar todos. Se van a toda prisa y, mientras me visto con calma, recuerdo que yo también me ponía desagradable con mi hijo cuando me sucedían acciones similares, sintiéndome un mal padre, incapaz de sobrellevar la crianza con el optimismo y la paciencia que nos venden en todos los utópicos manuales de vida, porque la realidad no es así.
Me hubiera gustado tanto ver algún capítulo en el que el padre de Caillou explotara alguna vez. Nos venden –al igual que con el amor, el sexo o la felicidad– la imagen de una paternidad que no existe o que yo no he sido capaz de mantener continuamente. Y soy un tío majo, paciente, divertido, exigente..., pero también, como el padre que se marcha, me agotaba cuando había de luchar por cada acción para ajustar mi tiempo (el que es de todos) al suyo (que fue el de todos y acabó engullido por la realidad). Y yo después me sentía mal, por gritar o por apremiarlo, ya que se dejaba llevar por su mundo, rico en creatividad, pero poco práctico en una vida cuyas coordenadas son las agujas de un reloj que martilleaba –y martillea– mi conciencia.
Y miro al chaval que se va a trompicones, ajeno al mundo hostil que le espera, y me reconozco hace 45 años, cuando mis segundos tampoco se gastaban (inquietante emoción la de reconocerte desde fuera en las acciones de los que nos sucederán) y eran mis padres los que me traían de vuelta al universo de los mayores. Y entonces entiendo que ya me he convertido en ellos, en su lucha contra mí, y comprendo que quizá seamos tan solo el eje sobre el que oscila la existencia, un testigo que fluye entre lo que seremos y lo que fuimos (mi hijo será yo mientras yo, ahora, en este instante, en este recuerdo, he sido más él que él mismo), pasado y futuro de la vida.
Tanto Darwin, tanta evolución, tanta IA y descubrir que todo es a la vez desde siempre y para siempre, un aleph en armonía al ritmo que marca el tiempo, que no se desgasta porque pervive en algo tan intangible y eterno como la memoria.
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