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Seis años odiando a lo único que me podía sacar del Infierno

"Apenas había cumplido los 28 años, lo recuerdo como si fuera ayer y nunca lo olvidaré mientras viva"
Nuria Palma Bononand
viernes, 25 de noviembre de 2011, 09:12 h (CET)

Mi mujer y yo / Fuente: Nuria Palma

Hablo de aquella primavera de 1982. Me encontraba, en aquella habitación del Hospital Clínico Universitario de Valencia solo, postrado en una cama y conectado a una máquina que me sacaba la sangre, como si fuera una sanguijuela, por la femoral. Una bomba que no paraba de dar vueltas llenaba los largos tubos del rojo elemento. Hacía de mediadora entre mi cuerpo y mi riñón. Desempeñaba el “trabajo” de un riñón artificial, “limpiándome” la sangre de impurezas y otros elementos nocivos para mi cuerpo y devolviéndomela, a través de más tubos transparentes, hasta la vena de mi brazo izquierdo.

De esta manera, sin pausa, durante cinco largas, penosas y tristes horas. Esa máquina que, la verdad, nunca había visto ninguna antes, iba a ser, sin saberlo, mi fría y, al mismo tiempo, salvadora compañera durante casi seis años. Iba a estar ligado y depender de ella necesariamente para seguir viviendo. Al principio fueron sesiones de cinco horas, cada dos días, sin interrupción. Más adelante, gracias a los avances técnicos de la medicina, cada cuatro horas y, finalmente, ya iba en sesiones de tres horas. Pero siempre cada dos días.

Mi primera vez

Esa primera vez que me hicieron la diálisis fue precedida por la última vez que fui a la consulta de Nefrología, en Consultas Externas del Hospital La Fe de Valencia. Tenía fiebre hasta casi los 40 grados, malestar, cansancio y, sobre todo, tenía la tensión arterial muy alta. Mi vida, desde aquel entonces, cambió. Dio un giro de 360 grados. Iba a estar “obligado” a hacer frecuentes viajes a Valencia por mis problemas de salud. Durante esos casi seis años pasaron muchas cosas en mi vida. Las consultas eran ya una rutina. Perdía, con cada viaje, una mañana entera. Conocí en aquellos años a la que ahora es mi mujer, a la que nunca, por mucho que viva, podré agradecerle y corresponderle el sacrificio, la paciencia y todo lo que ha hecho y está haciendo por mí.

Tras mi primera sesión de diálisis llegué a casa con malas noticias. Mis riñones iban cada vez a menos y en aquellos momentos sólo funcionaban el 15% de su capacidad normal. Recuerdo que los médicos me explicaron: “El motivo es un taponamiento progresivo de los glomérulos del riñón, es decir, de la capacidad de filtración de la sangre y, como consecuencia, un envenenamiento de la misma por impurezas nocivas”. Mientras iba contándoselo a mi mujer nos iban cayendo las lágrimas que, por cierto, aún se me resbalan cuando lo recuerdo. Fueron tiempos muy duros. Perdí mi trabajo, muy decepcionante para mí, ya que no podía compaginar los días que iba a diálisis con el trabajo. No podía asistir de ninguna de las maneras porque el día que no me tocaba diálisis estaba mareado, con un dolor de cabeza horrible, tipo migraña, que me daba hasta náuseas. No tenía más remedio que acostarme, estar quieto y completamente a oscuras hasta el día siguiente.

Meses después, los cirujanos cardiovasculares, para no pincharme más en la femoral, me hicieron una fístula (unión de una vena y una arteria en la muñeca del brazo izquierdo) para tener más flujo sanguíneo de salida cuando me pinchaban. Además, tenía otra aguja en el antebrazo para la sangre de retorno. Con el tiempo, las venas del brazo se desarrollaron de tal forma que sobresalían a flor de piel, así como las marcas de los innumerables pinchazos que tuve que soportar y que, hoy en día, después de tantos años, aún perduran.    

Años más tarde,  me mandaron a la Clínica Sagrada Familia de Gandia para continuar haciéndome la diálisis. Esta vez las sesiones se redujeron a cuatro horas, que mucho más adelante fueron de tres, en gran parte porque instalaron máquinas más sofisticadas.

El “riñón” artificial es lo único que puede sustituir a un órgano vital del cuerpo y con él puedes vivir muchos años. Uno de tantos días me encontraba muy solo en la sala de diálisis. Mi mujer me acompañó durante años pero, por suerte o por desgracia, la destinaron a un pueblo lejos de Tavernes de la Valldigna, mi localidad, a más de 200 Km. en la provincia de Alicante para ejercer de maestra de primaria. Fueron dos años demasiado difíciles, dentro de los cuales y en uno de tantos viajes que hice para verla, sufrí un aparatoso accidente saliéndome de la autopista y dando varias vueltas de campana en el coche que conducía.

Afortunadamente no sufrí graves heridas sino leves en la cabeza, magulladuras por todo el cuerpo y la fístula que me hicieron en la muñeca del brazo izquierdo dejó de funcionar como consecuencia de algún golpe que me di. “Tenemos que hacerte otra intervención quirúrgica similar, esta vez en la muñeca del brazo derecho”, me explicó el médico. Para mi decepción, no tuvo éxito. No funcionaba correctamente y al final me la hicieron en el antebrazo, esta vez con acierto.

En estos momentos pienso en la gran persona que tengo a mi lado, mi mujer, la que siempre me ha dado fuerzas, ánimos y comprensión. Ella también ha sufrido y ha padecido en sus carnes y estoy seguro que más de una vez habrá pensado en la vida que le ha tocado vivir a mi lado. Es verdad que uno, en estos casos, tiene que ser muy fuerte y ver las cosas con optimismo. Tener ganas de vivir. Pero también, como no podía ser de otra manera, te vienes abajo, máxime cuando ves a algunos de tus compañeros de sala que ya no están, bien porque han sufrido complicaciones o bien porque han fallecido. No fue, para nada, un camino de rosas.

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Aproximadamente el 10% de
los receptores mueren mientras esperan
un órgano, según la Organización
Nacional de Trasplantes (ONT)

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Ya llevaba más de cinco años en diálisis y mi obsesión era el transplante renal. Casi todos los días les preguntaba a los médicos por qué no me llamaban, qué dificultades existían y por qué tardaban tanto. La respuesta era siempre la misma: que tuviese paciencia, que todo llegaría, que estaba dentro de la lista de espera y que no me preocupara.

Mi situación era desesperante, insostenible, rozando la depresión. Aquello era imposible aguantarlo por más tiempo y, sin embargo, sabía que tenía que seguir allí, sacar fuerzas de flaqueza para no desanimarme. No había otra solución, nada más que aguantar y esperar.


Lo recuerdo como si fuera ayer: eran las 11 de la mañana del día 12 de enero. A media mañana llamaron al timbre y se presentó mi padre. Me dijo, ilusionado: “Hijo, ¡te han llamado! ¡Debes presentarte urgentemente en el Hospital La Fe de Valencia!” El corazón me dio un vuelco. Algo desconcertado y aún aturdido cogimos rápidamente el coche y nos dirigimos hacia la capital.  



Máquina de hemodiálisis / Fuente: Hospital Universitario
y Politécnico La Fe

Seríamos cinco o seis personas las que nos presentamos allí. Todos nosotros éramos posibles candidatos para un transplante renal. Comenzaron a hacernos pruebas, análisis, radiografías, etc. Fueron descartando a ciertas personas que, bien por  problemas cardíacos, bien por incompatibilidad sanguínea con el riñón receptor, no eran aptas para recibirlo. Al final, sólo quedamos dos personas: un hombre y yo.

Horas más tarde el médico me confirmo que yo era el elegido. Después de saber la feliz, agradable, ansiada, milagrosa noticia me desconectaron de la máquina, con la convicción de que había sido mi última diálisis. Parecía que estaba soñando. No daba crédito a lo que me estaba pasando.

A los pocos días de la operación me trasladaron a otra habitación junto con otros transplantados. De repente, mi riñón dejó de funcionar con normalidad. Según me dijeron los médicos, interiormente y debido a la operación, se había “necrosado” (creo recordar) y que eso solía pasar. No obstante, mientras tanto, tenía que hacerme la diálisis, cuando yo ya la tenía olvidada para siempre. Sinceramente, me asusté un poco. Tuvieron que hacerme varias sesiones hasta que por fin los médicos vieron que los resultados eran óptimos.


Al cabo de veintidós días de ser intervenido me dieron el alta hospitalaria, previo recordatorio de todo cuánto tenía que hacer de ahora en adelante: mantener una vida sana y tomar (y sigo tomando) una gran cantidad de medicamentos, principalmente inmunosupresores contra el rechazo. Francamente era un hombre completamente nuevo, con ciertas limitaciones, claro está. Al principio me sentía un poco raro físicamente, por lo que representa llevar un órgano nuevo dentro de tu cuerpo. Psíquicamente, porque no ha sido tuyo sino de otra persona que, por su altruismo o el de sus familiares, después de muerto, ahora yo puedo seguir viviendo.


Por supuesto que tengo que decir y hacer hincapié en todo el esfuerzo que han hecho mis seres queridos. Que, en momentos dramáticos y desconsoladores, han tenido la valentía de decir “sí”, tomando una decisión que nunca es fácil para que otras personas como yo sigan viviendo y valorando lo que tienen. Muchas gracias a todos ellos y que este ejemplo de buena disposición sea cada vez mayor y cunda en toda nuestra sociedad. 

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La ONT asegura que España es un país a imitar ya que dispone del mayor índice de donación en todo el mundo. Las donaciones se realizan siempre de forma altruista i de todo el proceso, desde el punto de vista económico, se encarga el Sistema Nacional de Salud.
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El 12 de enero de 2011 hizo 23 años que estoy transplantado. Soy un hombre completamente nuevo, feliz, aunque lo pasado te haya marcado. Ahora trabajo en una Asesoría Contable y Fiscal y me siento una persona útil y renovada, junto con mi mujer y mis hijos (el segundo lo tuvimos un año después del transplante). Seguro que habré dejado mucho que decir en el tintero. A veces yo mismo me he emocionado recordando todo lo pasado y relatando mi experiencia desde el corazón. Quiero dedicarle mi agradecimiento a mi mujer porque sé que querrá leer todo lo que he escrito. Por todo lo que ha hecho por mi y porque he tenido mucha suerte de tenerla mi lado… ¡GRACIAS!        



Información complementaria de la ONT

¿Qué es un trasplante?

Un trasplante es sustituir un órgano o tejido enfermo por otro que funcione adecuadamente. Sin embargo, sin la solidaridad de los donantes no se podría llevar a cabo.

¿Quién tiene acceso a un trasplante?

Personas enfermas que sufren un daño irreversible en uno de sus órganos (hígado, corazón, pulmón, intestino, páncreas y riñón) y no pueden curarse con otro tipo de tratamiento médico. El trasplante es la única solución para evitar su muerte o para llevar una mejor calidad de vida. Cada paciente incluido en lista de espera es valorado de forma individual por el equipo de trasplante de su hospital de referencia.

¿Cuánto cuesta un trasplante?

Al paciente no le cuesta nada. El órgano donante es trasplantado gratuitamente sin que influya la condición social o económica del paciente que lo recibe. Toda la terapéutica que implica un trasplante (incluida la medicación inmunosupresora post-trasplante) es sufragada por el Sistema Nacional de Salud.

¿Cuáles son los criterios de asignación de los órganos?

Con el fin de garantizar los principios de igualdad y equidad se tienen en cuenta dos criterios: los territoriales y clínicos. Los criterios territoriales permiten que los órganos generados en una determinada área puedan trasplantarse en esa misma zona para disminuir al máximo el tiempo de “isquemia” (el tiempo máximo que puede transcurrir entre la obtención del órgano y su implante en el receptor). En los criterios clínicos se contemplan la compatibilidad donante/receptor y la gravedad del paciente.

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