“Duelo de espejos” (Manuscritos, 2017), el último libro del profesor, músico y crítico literario Jorge Ortega Blázquez, ha visto la luz recientemente. Es el primer libro publicado en prosa por este autor y en él van compilados en torno a veinte años de trabajo literario con mayúsculas, no en vano Ortega Blázquez es un orfebre de las letras; es un minucioso urdidor de tramas, temas, asuntos, historias… En un mundo copado por mirones y fiscalizadores de las más desapacibles layas prestos a airear los más burdos flancos del compartido existir, nuestro escritor se desmarca siendo un observador, un observador cauto y respetuoso; un escrutador de esencias y condicionantes trasfondos. En un día a día cada vez más preso de la premura y la inmediatez, nuestro autor se toma su tiempo y moldea el quid de las cuestiones a literturizar en no menor proporción que la “dispositio” con que las aireará en la letra impresa. Así las cosas, no es de extrañar que tienda a dejar reposar sus escritos de manera semejante a los caldos de los que asimismo gusta libar: hasta el momento en que adquieren el cuerpo y el nivel de fermentación adecuados.
“Duelo de espejos” consta de múltiples y hondas aristas. Son numerosos los recodos en los que el lector habrá de pararse a la sombra de la retórica arboleda para asimilar y ponerse o no de acuerdo con lo que por allí lea antes de reemprender el lector paseo (no en vano la controversia, fruto de la ingente discursividad, anida por doquier). Un múltiple y cuantioso acervo cultural va incardinado en cada uno de los pasajes de que consta el libro que nos ocupa, el cual, lejos de incomodar, es el artífice de mucha de la fruición que seguro reportará este volumen al potencial lector.
Por ejemplo, en “El círculo”, la protagonista, Alma, es una joven que vive angustiada merced al vacío que halla en torno a su existencia, mirándose en ocasiones desde fuera de sí y percibiéndose con baudrillardiano desencanto: “¿Acaso no podría ser todo una mera apariencia, una mentira? ¿Qué había, entonces, detrás de esa engañosa envoltura, de ese simulacro de realidad? ¿Es que podemos estar seguros de algo? (p. 20). Sus cuitas las vamos recibiendo de primera mano, ya que se nos muestran sus diarios, en los que nos da cuenta de los pareceres que la acometen: “El mundo entero, encarnado en el pequeño mundo que me rodea, se ha convertido en el cristal en el que me miro” (p. 23). Observamos una percepción hobbesiana en sus palabras: “Parecíamos todos llevarnos tan bien, querernos tanto… Y sólo nos estábamos defendiendo los unos de los otros, como si cada uno viera en el otro una potencial amenaza” (p. 24). Con magistral técnica narrativa, Jorge Ortega Blázquez nos da cuenta de las neurosis de sus personajes: “Esta vez no he salido porque tenía miedo de verme de nuevo en el espejo de esa feria de apariencias que llamamos realidad” (pp. 27-28). El “fatum” de la tragedia griega es atraído por nuestro escritor a sus páginas, contemporaneizado en las andanzas de sus personajes: “La vida es a veces demasiado terrible, demasiado incierta e insegura. A veces una se siente golpeada por la ira de Dios, de algún dios tiránico y cruel que goza con nuestro sufrimiento” (p. 37).
Lo insustancialmente malévolo de la cotidianeidad nos es trasladado magistralmente por Ortega Blázquez en muchos de sus relatos. Abundan asimismo en las páginas de “Duelo de espejos” las reflexiones que miran el enjundioso trasfondo que oculta la vida erigida decorado.
“Las alas rotas”, otro de los relatos, nos traslada, de manera costumbrista y, en última instancia, lírica, una historia que en otras manos literarias seguramente hubiera desembocado en una apoteosis de lo anodino. Muy al contrario, Jorge Ortega aborda con estilo un tanto neorrealista un suceso que entraña cierta ternura enmarcado en la parda rutina de una vida, la del protagonista, opresiva: “Los días transcurrían monótonos y grises, como casi siempre” (p. 79). Si en el anterior relato tratado cabía lo diarístico, aquí cabe la literatura epistolar telemática, pues se incluyen los emails que el mencionado protagonista se intercambia con un amigo.
Algo que adquiere en este libro cuerpo de rasgo característico es el bar o el recinto tabernario como espacio en el que se discute de lo divino y de lo humano. Asimismo se hacen abundantes alusiones, a la galdosiana usanza, a madrileños emplazamientos callejeros, con especial querencia por el barrio de las letras: “Los cuatro amigos entraron en una de sus tabernas favoritas del Madrid de las letras. Nada de tonterías: sólo vinos generosos andaluces y tapas de lo más clásico. Mesas y sillas de madera vieja. Paredes con manchas de humedad adornadas con carteles antiguos de las ferias de vino que se habían celebrado en Jerez de la Frontera desde 1950. Gatos sucios e insolentes paseándose con tranquilidad e impunidad entre los clientes. Blondas cabelleras extranjeras y oscuros ojos asesinos autóctonos. Escotes generosos. Detrás de la barra, con la camisa remangada por encima del codo y un delantal a rayas negras y verdes, anota a tiza sobre el mostrador lo que van debiendo los parroquianos un alto y enjuto tabernero conocido en aquellos predios por el nombre de Pseudozancuda Areopagita” (p. 207).
En los bares, como decimos, transcurren muchas de las aventuras, casi siempre discursivas (entre lo chusco y lo eminente; la cultalatiniparla y el lenguaraz chascarrillo) de los personajes (los cuales, suponemos, son trasuntos de otros reales, como José Córdova, cuyas apariciones son recurrentes y del que diríamos que pudiera ser el “alter ego” del autor).
Por ejemplo, en “Neovitalismo” se nos ofrece una atmósfera de cenáculo literario y se introducen cuestiones metafísicas que son discutidas por los personajes, siendo, al fin, el relato (como lo son muchos otros en esta obra) un “ensayo filosófico” ofrecido por la vía literaria, un poco a la manera unamuniana, no en vano se ventilan en este relato, como diría Ortega, “cuestiones muy últimas”, lo que le otorga la categoría de magnífico retablo filosófico administrado a partes iguales de manera entre tabernaria y egregia. Y para acabar “Neovitalismo”… un guiño valleinclaniano: “Los cuatro amigos salieron del colmado, ya algo iluminados. La noche de Madrid austríaco abría ante ellos sus brazos como una amante generosa y lúbrica. Sus pisadas resonaban en las aceras calientes y se confundían sus ecos con las voces de tantos poetas y amantes de la bagatela que, antes que ellos, hicieran el mismo recorrido o vía cruces camino de las Cavas, las plazas de los Carros y de la Paja, la calle de los Mancebos… ¡Ínclitas razas ubérrimas! ¡Sangre de Hispania infecunda!” (p. 217).
“Ropalanda” y “Manuscrito de Ropalanda”, son otros dos de los relatos que más han atraído mi atención. El primero deja trazadas las líneas que serán dirimidas en el segundo, que se adentra, siguiendo el tópico del manuscrito encontrado, en ciertos universos becquerianos de leyenda.
Otro bellísimo relato es “Arte, cine, literatura y fósiles”, en el que el adviento de inefables conjeturas atraídas merced a la remembranza de un amor que fue se teje un discurso evocativo, sentimental e intelectualmente. Y es que el bagaje emocional e intelectual me parece que en este libro supone el andamiaje que sostiene los accesos de lirismo que, al rebosar, a veces vierten algo de su ambrosía por entre los lineales de narratividad.
Son, en fin, muchos, y henchidos de enjundia en muchos aspectos, los relatos de que consta “Duelo de espejos”, por lo que me limitaré siquiera a comentar tan solo uno más: “La camarera prodigiosa” (nótese el simpático pastiche con respecto a ciertas lorquianas dramaturgias). Y elijo este porque es claro exponente de la atmósfera chispeante y crepuscular, grave y amenísima, que conforma este singular libro. Como no podía ser de otro modo, en una tasca, José Córdova y Marianito Candil hablan… discuten, mejor, acerca de clases sociales y demás asuntos aledaños al tiempo que riegan la conversación con ciertos licores servidos por una rumbosa camarera (Conchi), amiga del tal Candil; y esta no solo les sirve sino que en algún momento se une a la conversa: “Y mientras los vasos se iban llenando y el tintineo de los hielos destinados al ‘gin-tonic’ le hacía fabulosas promesas a la noche que en esos momentos más o menos empezaba, sin levantar la mirada del escote en eclosión de aquella exuberante hija del pueblo de Madrid, José Córdova empezó a predicar, acaso como voz que clama en el desierto” (p. 313).
Cocina, en definitiva, Jorge Ortega enjundiosos asuntos en la sartén del costumbrismo, pero de un costumbrismo sublimado a salto de mata por la enjundia de los pareceres, digresiones y paráfrasis puestos en liza por entre los campechanos y redichos personajes: “-Ya, ya… Te los trasiegas como si fueran agua y llevaras dos días en el desierto. Conchi, guapa, no se los cargues mucho que se la coge” (p. 315); “-¡No me jodas ahora con Baudelaire, Josito! Y menos con Bakunin y… ¿cómo has dicho?” (p. 316).
Y como nuestro escritor porta una clara filiación barroca, no pierde la oportunidad de alternar lo chusco con lo sublime, lo campechano con lo egregio: “Y poco a poco, mientras trabajaba su memoria, José Córdova se fue quedando dormido. Fuera, pausadamente, caía la nieve, una nieve menuda y continua que iba cubriendo con la albura de su esmalte los lisos y extensos campos que se veían desde la ventana del piso de Marianne Beaumont y que los recibiría al día siguiente en su ambular lleno de maravilla por la capital de Bohemia” (p. 317).
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