Joven y glotón
En una época donde los libros eran escasos y las noticias un lujo, los eruditos se devanaban en disquisiciones, mientras la plebe subsistía a base de cocinas rudimentarias y tradición, los nobles delegaban el arte de comer en manos de cocineros expertos. La cocina, así pues, era espejo del rígido orden social: unos cocinaban y pocos degustaban como Dios manda.
Carlos I de España y V de Alemania, ese emperador de mil linajes, era, como se ha dicho, menos alemán de lo que sugería su apellido ya que estaba emparentado con diversas líneas genealógicas de Europa, pero algo más con Castilla, Aragón y Portugal que con sus parientes austríacos. De los Habsburgo heredó el prognatismo y la voracidad frente a la mesa que marcarían su existencia.
Cuando Carlos llega a España en 1517, los vientos no estaban de su lado, ya sabemos que desembarcó en Villaviciosa tras un temporal que alarmó a los lugareños, más acostumbrados a piratas que a emperadores. Desde allí, se dedicó a poner orden en casa, visitó a su madre en Tordesillas, la reina Juana mal llamada la Loca, resolvió asuntos con su hermano Fernando y consiguió dinero de las Cortes de Valladolid, aunque no sin reticencias por la presencia o influencia de sus consejeros flamencos.
El joven y glotón Carlos, quedó pronto marcado por los rigores del poder y los placeres de la mesa. En Zaragoza, en 1518, disfruta de la gastronomía local pero logra arrancar menos dinero a los aragoneses que a los castellanos. Años después, ya imperator, sus médicos intentaron en vano frenar los estragos de la gota con dietas estrictas, pero el monarca, más devoto de la olla podrida que de la moderación, no cedió un ápice.
La pasión culinaria de Carlos le llevó a toparse, casi por accidente, con el Libre de Coch, un compendio renacentista de manjares que Ruperto de Nola, cocinero mayor de los reyes de Nápoles, había escrito en catalán y que, con su edición en castellano de 1529, devino referencia de la gastronomía peninsular. El libro, editado en Logroño bajo los auspicios de un impresor audaz y reformista como Miguel de Eguía, cruzó las cortes y las mesas de España, dejando a su paso un rastro de recetas y tradiciones.
Eguía, impresor de origen navarro y espíritu renacentista, se había forjado en las prensas de Arnao Guillén de Brocar, aquel que había traído la imprenta a Logroño y luego a Alcalá de Henares. Entre doctrinas erasmistas y xilografías exquisitas, Eguía publicó el Libro de guisados con un tacto exquisito para mezclar tradición e innovación. Que un cocinero, más acostumbrado al fogón que a las letras, viera su obra inmortalizada en tinta, es testimonio de cómo la imprenta democratizaba hasta los saberes más triviales. Aunque, en seguida veremos que su publicación obedecía más a un encargo.
El Libre de Coch, y su versión castellana, el Libro de guisados, marcaron un antes y un después en la historia de la cocina ibérica. No era solo un recetario; era un artefacto cultural que reflejaba los ecos de una Europa en transformación. Y, como tantas cosas en aquel siglo tan cargado de ambiciones y contradicciones, también se entretejió con las pasiones de un emperador cuya insaciable hambre no solo abarcaba territorios, sino también manjares.
Sobre los motivos que determinaron el libro
El mismo maestro Ruperto, fiel servidor del monarca, declara la causa y propósito de su obra como un mandato regio que le instó a plasmar, en tinta y pergamino, el saber y arte de la cocina. Lo expresa con la humildad y firmeza propias de un hombre consciente de su lugar y deber diciendo que el rey le había ordenado en distintas ocasiones que “elaborase un tratado sobre mi oficio” para que “Así quedará memoria de mi saber para instruir a los criados venideros y cimentar su conocimiento en este noble arte de guisar viandas y potajes”; y, más allá de las recetas, Ruperto expone en su prólogo que el libro también encierra las normas del buen servicio, siendo una suerte de manual de etiqueta y protocolo para organizar las casas de los grandes señores; y rotundamente afirma que toda la obra responde al mandato regio y a la fidelidad que profesa al monarca. “Por obedecer, como buen súbdito y criado, vuestra serenidad verá en estas páginas no solo manjares del tiempo de carnal y cuaresma, sino guisados para enfermos de sustancia, junto a la doctrina del servicio en las casas de los reyes y caballeros. Todo lo que aquí se contiene, lo someto a la enmienda de quienes más saben de este arte”. Así se presenta como fiel servidor, informa que el libro trata sobre distintos tipos y usos de la cocina tratando tanto recetas para todo el año, como recetas para tiempo de Cuaresma e incluso recetas en las que se tiene prevención ante la enfermedad de quienes la sufran, convirtiéndose de este modo también en un tratado nutricionista.
La importancia del texto queda subrayada al mencionar su traducción al castellano desde el catalán, señal de que se trata de un legado con aspiraciones universales, concluido en Toledo bajo el reinado de Carlos V, en aquel glorioso año de 1525.
Virtudes y oficios del servidor perfecto
Con elocuencia y precisión, el maestro describe las cualidades que deben adornar a todo aquel que aspire a servir a un señor, con lo que se convierte del mismo modo en un tratado sobre protocolo. Desde los más jóvenes, a quienes exhorta a abrazar las virtudes desde tierna edad, hasta los oficios específicos como el trinchante, el camarero y el copero, Ruperto De Nola establece un modelo ideal asegurando que “el buen servidor no solo debe manejar con maestría su oficio, sino también conocer los usos y maneras que convienen a las gentes de todo estado y condición”. Por ejemplo, el trinchante debe cortar las carnes con arte y limpieza, evitar mancharse y guardar silencio mientras sirve, reservando la palabra solo para lo necesario.
El equilibrio entre los oficios se presenta como un desafío constante. Tres roles fundamentales son los que establece: trinchante, despensero y cocinero, que parecen destinados al conflicto. La solución, según De Nola, es que cada uno domine las artes de los otros, de modo que el respeto mutuo reine en la casa donde sirven entendiendo que “si el despensero conoce la cocina, el cocinero el arte del trinchar, y el trinchante los secretos de la despensa, se evitarán disputas y prevalecerán la paz y la armonía.” O no, esto ya lo decimos nosotros.
Del arte de servir y beber
En la cuestión del servicio a la mesa, el maestro Ruperto De Nola desciende al detalle con un rigor que no deja resquicio al azar. Desde la colocación del salero hasta el protocolo para servir agua y vino, todo responde a un orden ceremonioso, reflejo del respeto debido al señor y a su casa. Escribe como escenificando en una tramoya perfecta el quehacer de quienes se encargan de la cocina en todas sus fases. El agua para las manos debe presentarse con reverencia, -dice- el salero ocupará siempre el primer lugar en la mesa, seguido de los paños y cuchillos”; y, “cada gesto, cada inclinación, debe ejecutarse con gracia y solemnidad”, entendemos como servir cin elegancia, “porque el servicio, más que una obligación, es un arte”, concluye.
Particular atención presta a los materiales de las copas, dejando clara su predilección por el vidrio, al que atribuye propiedades casi mágicas que lo alejaban de los peligros que presentan otros materiales. Quien fuese alérgico al cobre, bronce, incluso a la plata, podía estar muriendo lentamente sin saberlo, enfermando progresivamente sin explicación alguna hasta concluir en una muerte segura, siendo el caso de personas en la historia que achacaban su malestar a enfermedades varias y eran tratados con miles de “remedios” que no hacían más que empeorar su salud. Tenemos el caso explicado en la tesis doctoral defendida en 2016 por María del Carmen Calderón Berrocal con el título “El Hospital de las Cinco Llagas de Sevilla. Historia y Documentos”, en la que el sevillano Francisco Enríquez de Ribera, Señor de la Casa Enríquez de Ribera vive toda su vida enfermo, hasta que decide recluirse en la Iglesia de San Julián, ante la Virgen de la Hiniesta, a pan y agua, pasado un tiempo, sale en perfectas condiciones” según las crónicas y hasta guapo, tras haber padecido afección de la piel a lo largo de su vida. La explicación propuesta en la tesis, que estudia varias posibilidades, decantándose por el hecho de que los servicios son los que comía y bebía le daban alergia y le causaban los males de los que fue sujeto paciente desde su infancia.
Decía Ruberto de Nola que “Los grandes señores deberían beber siempre en vasos de vidrio fino, pues este tiene la virtud de quebrarse ante la ponzoña, cosa que ni el oro ni la plata pueden ofrecer. Así, el vidrio no solo es bello, sino seguro”.
El gasto y la moderación
Ruperto De Nola, lejos de limitarse al arte culinario, también reflexiona sobre los principios de una vida ordenada y justa, justo lo que le hacía falta a Su Magestas. Insta a los señores a gastar por debajo de sus posibilidades, a evitar la gula y a ejercer la diligencia como virtud cardinal, no en vano, la gula es uno de los pecados capitales. Decía De Nola que “el exceso en la mesa no solo corrompe el cuerpo, sino también el espíritu”, precisamente porque la gula es un pecado capital. Consideraba que en los días festivos, “bien puede haber abundancia, pero nunca desorden. Que haya pleito entre la bolsa y la gula; y gane siempre la primera”.
El legado de Ruperto De Nola
La finalidad de Ruperto De Nola es legar a la posteridad no solo recetas, sino un modelo de orden y servicio para las casas de los grandes. Su discurso se convierte en un retrato de su tiempo, reflejo de los valores de la España renacentista, donde la cocina y el protocolo eran tanto un arte como una ciencia.
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