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La educación en la literatura (2): ‘La casa de Bernarda Alba’ o la autoridad hecha tragedia

Es, sobre todo, una reflexión sobre el poder, sobre cómo se interiorizan los mecanismos de poder en la vida privada de una familia
​Felipe Díaz Pardo
jueves, 24 de abril de 2025, 11:39 h (CET)

El autoritarismo materno con final feliz que vimos en la obra de Moratín adquiere tintes trágicos en otra obra teatral conocida por todos: La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca. La historia se desarrolla en un pueblo andaluz. Allí la despótica Bernarda Alba, a la muerte de su marido, impone a sus cinco hijas el más riguroso luto, un verdadero encierro, en nombre de la más estricta moral tradicional y de las convenciones de casta, lo que determina la educación de aquellas, sometidas al mandato de la madre. En un ambiente sofocante, irá creciendo la tensión entre madre e hijas, y entre estas mismas. Solo la mayor, Angustias, está prometida; pero su novio, Pepe el Romano, está enamorado de la hija más joven, la hermosa, apasionada y rebelde Adela. El conflicto acabará trágicamente. Tras la anécdota, se encierran las grandes obsesiones de Lorca: la pasión enfrentada a trabas y barreras, la frustración impuesta, la tiranía, la opresión. Y todo ello, bajo las formas de educar a la mujer de la época.

            

El realismo argumental que se deduce del anterior resumen no impide, sin embargo, la presencia de elementos simbólicos (el agua, el calor, el blanco y el negro, el trigo, el caballo) que llevan la obra al universo temático lorquiano más característico, como lo demuestran algunos de los aspectos tratados, que ahora nos interesan aquí: la libertad frente a la autoridad, el enfrentamiento a las normas sociales y morales, la condición sometida de la mujer, etcétera.


Pero es, sobre todo, una reflexión sobre el poder, sobre cómo se interiorizan los mecanismos de poder en la vida privada de una familia. En este sentido, es precisamente una mujer, Bernarda, quien de modo viril asume e impone por la fuerza todo un código de conducta represivo a unas hijas que, con excepción de la menor, aceptan esas reglas y esa educación que su madre ha recibido de la tradición heredada y que ellas estarían dispuestas a perpetuar sin fin. Son todas ellas, en cierto sentido, personajes trágicos, víctimas inevitables de una rígida sociedad patriarcal, que, paradójicamente, contribuyen a sostener.


La hija menor, Adela, con su extraordinaria vitalidad, es un protagonista típica de Lorca, un ser complejo y rebelde, en la más pura tradición romántica, que se halla situado irremediable y trágicamente entre la autoridad y el deseo, entre las leyes sociales, la educación imperante en el momento y los impulsos de la naturaleza.


Otra de las hermanas, Martirio, desempeña en el drama el papel de antagonista de Adela: frustrada amorosamente, al haber impedido su madre por razones clasistas un noviazgo anterior, comparte pasión con su hermana menor por el mismo hombre. Su vida torturada –de ahí el simbolismo de su nombre– y sus deseos reprimidos la conducen a vigilar constantemente a Adela, enfrentarse a ella y desencadenar finalmente la tragedia.


Interesante es también el papel de la criada. La Poncia, que representa, con respecto a las otras mujeres de la casa, el contrapunto tanto en lenguaje como en actitudes, al tiempo que encarna explícitamente el odio de clase social con su profundo rencor hacia la señora, para quien trabaja de jornalero su hijo. Pero, al mismo tiempo, la Poncia, siguiendo las normas de trato de la época con el señor, sirve con fidelidad a Bernarda, interioriza como sus amas los valores dominantes y aconseja a Adela precisamente la sumisión y el acatamiento de las normas morales y sociales.


Un personaje solo aparentemente secundario es la abuela, María Josefa, quien, desde su locura y desde una senilidad que la vuelve a la inocencia de la infancia, representa el anhelo de libertad por encima de toda norma, código o educación.


En la parte final de la obra aparece una escena culminante, en la que las dos hermanas enamoradas del mismo hombre se enfrentan, lo que va a precipitar los acontecimientos hasta llegar al desenlace trágico con que termina la obra. Se puede observar también la fuerza incontenible de la pasión que domina a ambas mujeres, que se oponen abiertamente a las normas morales establecidas y la educación recibida.


El conflicto, como hemos apuntado, acaba en tragedia al desvelarse una noche que Adela se ha encontrado en el corral con Pepe el Romano. Un disparo de Bernarda a Pepa hace creer a Adela que su amante ha muerto y se ahorca.


Tras lo dicho, cabe advertir que el personaje que dirige la vida familiar es Bernarda, quien, a falta de la figura masculina, tras la muerte del cabeza de familia, es quien adopta el papel que en ese momento desempeñaba el hombre: la de ordenar y dirigir los comportamientos de los demás. De ahí que será ella quien establezca las formas de actuación de las mujeres de la casa y la que también será, a pesar de su condición femenina, la que establezca la moral en esa casa cerrada al exterior. Esa forma de dominación se extenderá a todos los que conviven bajo el mismo techo, incluidos los criados y la que establezca los principios que han de regir la relación con sus hijas. Todo ello con el fin de mantener una imagen externa ante los demás, para lo cual establecerá normas y da consejos a sus hijas, perpetuando así la educación que se inculcaba en la época.


En definitiva, para Bernarda lo importante es que los demás no se enteren de lo que pasa en la casa. La represión y el silencio es la única forma de vida en una sociedad hipócrita, convencional y conservadora que no permite vivir, amar y sentir libremente. En la palabra “silencio” pretende encerrar Lorca su denuncia social: ante la injusticia, silencio; ante la hipocresía, silencio; ante el amor, silencio; ante la libertad, silencio. Todo sigue igual, como si no hubiera pasado nada, es la única manera de vivir en esa sociedad marcada por una moral y una educación patriarcal donde la mujer se encuentra sometida.

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