WASHINGTON -- "Por definición, si te presentas a presidente, todo vale. Que
se lo digan al ex Presidente Grover Cleveland. Que se lo digan al ex
Presidente Andrew Jackson. No existe ningún límite. Acepto eso, pero yo no
tengo que participar de la conversación".
Eso decía Newt Gingrich el pasado mayo, cuando le pregunté si la intrusión
en la vida privada de los candidatos había ido demasiado lejos. En aquel
momento, el principal quebradero de cabeza de Gingrich era su afición a
comprar en Tiffany's, pero evidentemente Gingrich tenía presentes
cuestiones de índole sexual en su cabeza: El ex Presidente Cleveland fue
atacado por tener presuntamente un hijo ilegítimo, el ex Presidente Jackson
por ser bígamo probablemente.
Y yo creí que Gingrich lo habría pillado: cuando te presentas al
presidente, te expones a la clase de escrutinio que en el debate de la
noche del jueves condenaba un Gingrich dedo acusador y voz en grito.
"Me parece que la naturaleza destructiva, violenta y vengativa de gran
parte de las crónicas de prensa dificulta gobernar este país, dificulta
atraer a la gente decente a la administración, y me decepciona que se
comience un debate presidencial con una cuestión así", decía Gingrich al
presentador de CNN John King.
Gingrich, denunciando las crónicas relativas a su segunda mujer como
"basura" y "falsas", continuaba. "Todo el mundo aquí ha tenido a alguien
próximo que atraviesa momentos difíciles", decía, para desmesurado aplauso
de la audiencia. "Coger a una ex mujer y convertirla dos días antes de las
primarias en una cuestión significativa de una campaña presidencial es lo
más despreciable que se me ocurre".
Y entonces, para aplauso aún más desmesurado, el inevitable ataque de los
medios de izquierdas. "Estoy harto", anunciaba Gingrich, "de la élite
mediática que protege a Barack Obama a base de atacar a los Republicanos".
Prescindamos, en primer lugar, de la idea de discriminación de Gingrich:
queda genial, pero es falsa. A la "élite mediática" le encanta una crónica
jugosa, aún mejor si da en cámara, y la búsqueda de esta clase de historias
no conoce límites partidistas. Que los que denuncian la parcialidad de los
medios izquierdistas se acuerden de la turba enloquecida de periodistas que
perseguían al entonces candidato Bill Clinton cuando salió a la luz por
primera vez la historia de la becaria Gennifer Flowers -- en vísperas de
las primarias en New Hampshire.
Que me cuenten, en la emisión del programa 20/20 con Monica Lewinsky, si
los votantes estarían mejor o peor de haber tenido oportunidad de evaluar
"la basura de prensa amarillista", como lo describían los Demócratas, antes
de salir elegido Clinton.
Esto conduce a la cuestión fundamental de la relevancia de la vida personal
de los políticos. Si vas para presidente, todo, como decía Gingrich, es
susceptible de ataque, pero ¿debe serlo?
He de admitir que siento cierto mareo al ver la entrevista en ABC
"Nightline" a Marianne Gingrich. "Ocurría en mi dormitorio de nuestro
apartamento en Washington", recordaba. "Y siempre me llamaba de madrugada,
siempre terminaba con ?te quiero?. Bueno, ella estaba escuchando, en mi
casa". Es algo fuerte e incómodo. El caballero tiene nietos.
Es desafortunado que la historia saliera a la luz tan cerca de unas
primarias cruciales. Puede que no hubiera escogido el tema, como hizo la
CNN, pero tampoco es que se pudiera evitar. King preguntó simplemente a
Gingrich si quería abordar ese problema en particular. La réplica de
Gingrich resultó tan eficaz que tendría que enviar a King una tarjeta de
agradecimiento.
Mire, ninguno de nosotros nos metimos a periodista para interrogar a ex
mujeres ni para dilucidar los detalles íntimos de los matrimonios rotos de
los político. ¿Están dejando las cabeceras que una vengativa Marianne
Gingrich se aproveche de la fama de Newt -- o están prestando un servicio
público?
Probablemente ambas cosas. La anterior conducta de Gingrich en privado
puede no importar a ciertos electores, bien porque no crean que sea
relevante para su futura actuación o porque acepten que ha cambiado a
mejor.
Otros pueden pensar que descalifica -- o que, si no descalifica, incomoda.
No hay que ser un votante evangélico escuchando a Marianne Gingrich
describir la forma en que su marido le pidió el divorcio por teléfono para
sentir escalofríos ante tan insensible egocentrismo.
Hemos aprendido que el carácter importa en los políticos, en los
presidentes sobre todo. Y que el carácter se revela en la vida personal de
los políticos. La inclemente falta de disciplina de Gingrich, su grandioso
aire de superioridad ("Dijo 'Sí, pero me quieres sólo para ti. A Callista
no le importa lo que haga'", recordaba Marianne Gingrich haber escuchado
decir de su aventura a su entonces marido) -- son rasgos que superan el
límite de lo personal con lo político.
Razón por la cual, como decía Gingrich, todo está sobre la mesa. Que la
suya esté tan llena de bocados apetitosos es culpa suya, no de los que dan
cuenta de ellos.
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