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Odiosas comparaciones

Por más que el sofisma del progreso esté establecido como una verdad incuestionable, avanzamos como los cangrejos
Ángel Ruiz Cediel
viernes, 27 de enero de 2012, 12:28 h (CET)
De los años que tengo, casi por mitades los he vivido en una supuesta dictadura –dictablanda, más bien- y en una democracia. Cierto que, como tantos y tantos jóvenes de los sesenta y setenta, me empeñé en una lucha contra el poder establecido que mucho tenía que ver con una manifestación de la rebeldía adolescente o juvenil, en la que el adversario era el poder instituido, fuera éste el familiar, el nacional, el académico, el cultural o el que fuera. Sin embargo, y un poco a modo de ejercicio intelectual, o de juego, si lo prefieren, a esta edad en la que uno le ha perdido ya el respeto a hablar sin tapujos de lo que sea, sin importarle que pueda o no ser considerado políticamente correcto o incorrecto (nadie vino nunca a ofrecerme su ayuda si la precisé, o a consolar mi tristeza cuando estuve afligido o a ofrecerme alimento cuando tuve hambre), me he atrevido a comparar aquella etapa que viví con esta que estoy viviendo, y, francamente, sé con certeza que vamos de espaldas y contra el viento, y que lo que consideramos progreso hoy no lo es tanto, si es que no es una involución idiotizante o un sofisma perverso publicitado porque quienes nos consideran simple ganado o esclavos.

Por sentar las raíces del discurso, apunto de partida que tuve ancestros que lucharon en ambos bandos en la guerra, e incluso algunos que tuvieron el infortunio de caer en ella; pero a ninguno de ellos, en aquellos años de mi infancia y mi juventud, les escuché jamás hablar de rivalidad o de venganza contra quienes fueron sus enemigos, cosa que ahora sí que escucho casi a diario en quienes ni siquiera vivieron aquella guerra fraticida. No digo que esto o lo otro estuviera bien o mal, ni mucho menos, sino que ellos parecieron admitir que los horrores vividos fueron los propios de la guerra –de todas las guerras-, y que quienes militaron en un bando u otro asumían que las atrocidades las cometieron todos los que no eran mancos; es decir, los dos ejércitos, o sus componentes, y sobran historias corroboradas de bestialidad y crueldad extrema, que es lo que suele darse en las guerras, especialmente en las civiles. Así lo manifestaban ellos, incluso cuando sin rubor nos referían a la par sus batallas, siendo capaces, en no pocas ocasiones, de incluso hacer algún chascarrillo sobre éste o aquel asunto.

Nací en los años cincuenta, y, más allá de una desaforada lucha por la supervivencia familiar que consideraba el pluriempleo paterno, no recuerdo hasta mi adolescencia inquietud política alguna. Ni en mi caso, ni el de mis amigos del barrio –barrio obrero de Madrid, todo sea dicho- o del colegio –salesiano, por más señas-. Había, sí, fe, ideología, patriotismo y todo eso (cada cosa por su lado), y en buena medida los apuros de supervivencia que teníamos se debía a ese bloqueo internacional que sufríamos como país, castigando el mundo llamado eufemísticamente libre a una población que, en cualquier caso, no tuvimos culpa alguna de si tal o cual señor gobernaba o no España. Cosa que hoy, nosotros practicamos con otros países, estrangulando no al gobierno que se pretende dañar (por intereses de algunos tiburones de las finanzas que ni siquiera son nuestros tiburones), sino a los pueblos sobre los que se aplican las medidas, y deberíamos saberlo por propia experiencia. Eran, es verdad, años difíciles, y a menudo eran muchos los que tenían que emigrar a otros países para buscarse la vida propia y de la familia, porque España, bloqueada y apestada por el concierto de las naciones, no era sino una montaña de escombros debido a la guerra y a que no recibimos ayuda alguna del exterior (salvando a Argentina y a algunos otros países latinoamericanos); pero es lo mismo que sucede hoy, aunque los que emigran no son nuestros padres, sino nuestros hijos, quienes, a un ritmo de unos 1500 titulados superiores diarios, tienen que irse a esa misma Europa o América (nuestra Latinoamérica) a buscar un horizonte en el que quepan, no porque España sea aún un montón de ruinas y desolación, sino porque es una montaña de corruptos y sinvergüenzas que han dividido al país en reinos taifas (hasta 17), han multiplicado por diez el número de funcionarios con parientes, colegas, miembros del partido y toda clase de pillos que viven a la sopa boba del Erario, y donde los gobernantes, queriéndolo o no, viven como maharajás, lo mismo que sus señorías y todo el que tiene alguna clase de poder, y, claro, agotan los presupuestos y nos llevan a la ruina se cobren los impuestos que se cobren.

¡Ah los impuestos! Esa es otra, claro. Si no recuerdo mal, en aquellos años no se pagaban impuestos (los trabajadores) más allá de las retenciones de la nómina del IRPF. Ni había que hacer declaración de la renta, ni Dios que lo fundó, porque con eso había bastante; cosa que hoy sí que hay que hacerla, y, si no se sabe, hay pagar a quien te la haga, y, con todo y con eso, un español paga hoy entre un treinta y un cincuenta y cuatro por ciento en impuestos directos, contra el cinco al veinte que pagaba entonces, y llegaba. Seguramente entonces no sobraba, pero ibas al médico de la seguridad social y te atendía en el día -¡palabra!-, si estabas en edad escolar tenías el colegio asegurado y gratis -¡palabra, también!, y hasta en algunos de ellos te daban de comer, siquiera fueran cinco kilos de leche en polvo a la semana. Impuestos directos a los que había que añadir los indirectos, el ITE, que venían a ser más o menos el dos y pico por ciento, excepto en los productos alimenticios de primera necesidad, que estaban exentos de ninguna clase de impuestos. Del IVA, que es el ha sustituido hoy al ITE, ni hablo porque ya lo saben ustedes.

En cuanto al trabajo, a medida que entrábamos en los años sesenta no era que hubiera para todos, sino que sobraban, hasta tal punto que casi todos los ciudadanos que lo querían se pluriempleaban, de modo que si un trabajo te venía mal, te ibas a la fábrica de enfrente, y listo, ya tenías otro puesto, probablemente mejor retribuido. Y si tenías un problema con la empresa y no quedaba otra que ir a los tribunales, pues era raro si no imposible que perdieras el litigio, cosa que hoy ya se sabe qué pasa con estos sindicatos tan libres. Cierto que era un Estado paternalista que protegía a sus empresarios (lo que era proteger a sus asalariados también), y eso hacía que algunos productos españoles fueran de mala calidad y muy caros, pero teníamos nuestros productos (incluso fábricas de coches, camiones, barcos y aviones propios íntegramente), y hoy que el Estado no es paternalista, pues eso, que no tenemos nada, que lo tenemos que importar todo (a menudo de China o de Corea donde hay esclavitud laboral), y el resultado, francamente, no sólo no es mejor, sino que al no tener fábricas pues tenemos ya cinco millones y medio de parados sin futuro alguno, emigrantes aparte. Fábricas, la del aquél entonces, en las que los empleados eran parte de la familia (la riqueza de esta empresa son sus trabajadores, se solía decir entonces), hasta el extremo que en muchas de ellas –a mí me sucedió- te subían el suelo sin previo aviso sólo porque te habías casado o habías tenido un hijo, y si necesitabas comprar un coche te lo financiaba la empresa para que te saliera más barato, y luego te lo descontaban de la nómina. Hoy, los trabajadores, son usados por los sindicatos como un medio de negociación para su beneficio, y no son para las empresas sino bienes prescindibles, poco menos que las máquinas, o ni siquiera poco: nada.

Cierto que entonces no había derecho de reunión o libertad de expresión, aunque no sé de qué valen hoy, porque protestas y no vale de nada, y te reúnes y te manifiestas, pero tampoco sirve de mucho, y si entonces había en nuestros autores una enorme calidad literaria, poética o incluso cinematográfica, hoy sólo hay basura, basura y basura. Hoy, admitámoslo, el derecho de reunión o la libertad de expresión, es como una locurita o un desahogo sin utilidad alguna. Incluso hoy votamos –entonces sólo había votaciones orgánicas-, pero hoy sólo puedes elegir entre lo malo y lo peor, o, aún, entre la kk y la porquería. Incluso los policías de entonces tenían pocos o ningún miramiento con los revoltosos o los delincuentes, pero es que hoy los que parecen tener derechos son úncamente los delincuentes y no las víctimas, y esto se da a todos los niveles. No me puedo imaginar, ni loco, que se diera un caso como el de esos niños desaparecidos que nadie sabe dónde están y el padre no lo quiere decir, o de esos asesinos que escondieron el cuerpo de Marta y que la policía no es capaz de hacerles confesar dónde escondieron el cadáver, o el de esos otros muchachuelos que dieron tan terrible muerte a aquella otra jovencita y que sus asesinos anden por ahí tan libérrimos como los santos pájaros. No; no me lo puedo imaginar, porque ninguno de esos casos se habría dado, y, se hubieran verificado, ¡ay, de los delincuentes!, por bulerías cantarían en el mismo día. Y, francamente, no me darían ninguna penita de ninguna clase, como en aquellos años no dieron penita alguna las suertes que corrieron los criminales que hubo, que los hubo.

Llámenme bestia, si quieren, pero sigo considerando a las víctimas sobre los criminales, y creo que, en el mejor de los casos, merecen un par de veces, como mínimo, de lo mismo que hicieron, y me parecen pocas. De los terroristas, ni hablamos, que hoy se les sienta en los parlamentos a quienes tienen sobre sus espaldas docenas de vidas segadas, y entonces…, bueno, ya lo saben: lo más políticamente incorrecto, y tan ricamente.

Podría seguir, y hacerlo durante mucho tiempo, porque no sólo lo he vivido, sino que, como autor, me lo he tenido que estudiar a fondo (y sin complejos), incluidos los derechos de la mujer o de los homosexuales, que no es ni con mucho como lo pintan ahora (de las televisiones no hablamos), pero también está a su alcance y les sugiero que, aunque sea como juego, lo hagan por sí mismos para que comprendan que estamos avanzando como los cangrejos. Entonces, quien quería creer, creía en el Dios que le diera la gana; quien quería ser patriota, podía serlo porque tenía un país que era su país; y quien quería tener una ideología, la tenía, aunque le costara el encomio general o la cárcel –y aún la muerte-. Hoy no se tiene fe sino en nada o en la carne sola, o, como mucho, en un Dios hecho a la medida de cada cual; no se puede creer en un país porque nuestro país es “su” país, de ellos, de los que roban a manos llenas o de quienes ni siquiera son españoles sino prestamistas, y no se puede tener una ideología, porque todos los que la tuvieron nos vendieron a los mercaderes y ya ni nuestros sueños son nuestros, mucho menos el futuro. Acaso quede sólo la anarquía.

Hoy, en fin, extorsionamos a países que no son nuestros enemigos –Iraq, Libia, Irán, Cuba-, hemos vendido a los nuestros –nuestros ciudadanos que tienen que emigrar y a Latinoamérica-, mandamos a nuestros soldados a guerras que no son nuestras –Iraq, Afganistán, Kosovo, Líbano, etc.-, los trabajadores carecen de derechos y los desempleados de futuro, y languidecemos como donantes de impuestos o como recaudadores de una Hacienda que es “su” Hacienda, la de ellos, la de los mercaderes. Entonces existía algo que se llamaba honor, y bastaba incluso legalmente con la palabra, y el derecho al buen nombre, inclusive siendo motivo de vida, cosa que hoy, en fin, nadie parece creer en el honor… ni el propio, cual si fuéramos lo que en realidad somos o como lo que nos estamos comportando.

Para muchos, según se dice, hemos avanzado porque podemos elegir entre quinientos estúpidos canales de televisión, porque podemos corrompernos sin dejar de ser normales (nada más normal hoy que la anormalidad), porque podemos tener videojuegos o ir al cine, reunirnos libremente o usar la libertad de expresión para caer en la nada (culturalmente el desplome ha sido de tal magnitud que palabras como Literatura o Arte carecen de contenido); pero ¿realmente hemos avanzado? Y, si lo hemos hecho, ¿hacia dónde?... ¿No será hacia el precipicio?... Las comparaciones, en fin, nunca fueron tan odiosas.

Puedes conocer toda la obra de Ángel Ruiz Cediel: Un autor que no escribe para todos (Sólo para los muy entendidos)

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