No seré yo quien presuma de conocer las reglas del críquet. Lo que sí conozco es la carga simbólica de este infinito deporte en Inglaterra y su antiguas colonias. La metrópoli ha sido derrotada en muchas ocasiones por países donde el críquet es deporte nacional (empezando por Australia, entonces una colección de presidios, en 1882) pero en las últimas décadas la frecuencia ha aumentado hasta hacer que la selección inglesa parezca débil: el abismo que hay entre ser el mejor y ser uno de los mejores. El sábado tuvo lugar un pequeño desastre contra Pakistán, un partido que algunos en Inglaterra recordarán como la Noche Triste de 2012 y que pasará a los anales paquistaníes como aquella jornada de lágrimas y sudor y delirio nacionalista.
No sólo el críquet sino casi todos los deportes de pelota (el baloncesto y el béisbol son excepciones a la regla) los inventaron los ingleses en el siglo XIX. Y en todos ellos nuestros flemáticos amigos del norte llevan un siglo acumulando derrotas, y dando así lecciones de melancolía post-colonial. Por supuesto, el fútbol es el rey y la fuente primordial de la tristeza, aunque el tenis no le va a la zaga: las cuatro semifinales de Tim Henman en Wimbledon están grabadas a fuego en la memoria colectiva y hacen que todo el mundo “sepa”, con típico humor inglés, que Andy Murray nunca ganará un Grand Slam.
Aquí es preciso anotar que Andy Murray es escocés y que Escocia no es Inglaterra, es otro país, uno que afirma haber sido colonizado. El mismo tenista es conocido, y en general odiado, por sus comentarios contra la selección inglesa de fútbol. Pero la cercanía entre Edimburgo y Londres es la suficiente como para que ambas partes olviden sus rencores y se quieran a veces, según lo exijan las circunstancias. En pocas palabras, los escoceses saben que Inglaterra les hace parecer más fuertes y los ingleses aceptan que un Grand Slam bien vale una misa.
Los deportes ingleses fueron muy pronto adoptados por la Europa continental y por Estados Unidos (donde el soccer sigue siendo la excepción a la regla) y con el tiempo se han convertido en fenómenos globales, y en metáforas perfectas de la decadencia occidental. El mundillo del tenis vio primero la caída de los espigados héroes de Inglaterra y Francia, los Fred Perrys y Lacostes. A ellos les siguieron el auge y declive, entre los años 70 y 90 del siglo pasado, de los tenistas de Estados Unidos, con alguna incursión australiana. Los exsoviéticos (y españoles) vinieron después –un ejemplo de cómo la periferia histórica en Europa ha tomado posiciones de poder– y aún parecen dominar en los torneos. China es lo que viene a continuación.
O por lo menos eso es lo que se espera: que el despertar del antaño conocido como Tercer Mundo venga acompañado de una fuerza deportiva similar a la demostrada por su economía. Ha habido ya algunos ejemplos de notable tenis, como el éxito reciente de Li Na, ganadora del Roland Garros y flamante finalista del Open de Australia. El “milagro chino” en el ámbito deportivo viene corroborándose desde por lo menos las Olimpiadas de Pekín. Y China no es más que la vanguardia: arrastrará a los países bajo su influjo directo igual que la Inglaterra industrial arrastró a Europa y Estados Unidos. Si la historia sigue su curso normal, es de esperar que los deportistas indios lo ganen todo después de que los chinos hayan hecho lo propio, y que a estos les sigan los vietnamitas y tailandeses.
Para que lleguemos a esta situación apocalíptica (permítanme la hipérbole) hará falta que el modelo occidental perviva en el tiempo, es decir, que los deportes inventados en la vieja Europa sigan despertando interés en el mundo. Por el momento no parece que haya alternativa: las pujantes clases medias de Asia aspiran, no sólo a tener la misma cantidad de tiempo libre que nosotros, sino a usarlo también de manera similar. El fútbol –en particular el fútbol inglés– se vive con encendida pasión en países como Tailandia, y sería lógico que en algún momento la admiración fuera sustituida por la emulación.
El críquet, sin embargo, advierte que la historia no es tan simple. Hay un libro sobre el tema que también pueden leer aquellos que, como yo, no saben nada de críquet. Se llama Beyond a Boundary y lo publicó en 1963 el exquisito filósofo caribeño C.L.R. James. Entre líneas, Beyond a Boundary cuenta la historia del equipo de las Indias Occidentales, un conglomerado de lo mejor de las colonias británicas en el Caribe: cómo surgió de la esclavitud y la miseria polvorienta para vencer a Inglaterra –el país que inventó el binomio césped/uniforme blanco– y luego consolidarse como la selección más temeraria de la Commonwealth. La gloria se extendió hasta finales de la década de 1970, pero ya pasó y es casi leyenda. Y el Caribe angloparlante sigue siendo igual de soñoliento.
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