Es imprescindible, más allá de la impepinablemente inmediata dimisión de la Gobernadora Civil de Valencia y de la destitución fulminante de ese Jefe de Policía que nos considera a los ciudadanos enemigos, que los policías antidisturbios ostenten de forma muy visible una matrícula en el exterior del uniforme –en el casco o en el chaleco antibalas- que les permita a los ciudadanos identificar a aquéllos que se extralimitan, abusan de su autoridad o agreden injustificadamente a los ciudadanos, se manifiesten o no. El que determinados individuos poco recomendables se amparen en el anonimato del uniforme, o el que diluyan su responsabilidad penal en “órdenes cumplidas”, no es de recibo legal ni mucho menos, y ellos deben saber que no pueden ni deben cumplir órdenes que laminen los derechos ciudadanos a la inviolabilidad de cada persona, por cuanto tales órdenes, si llegaran a emitirse, son tan injustas como inconstitucionales y, por ello mismo, no están en la obligación de obedecer. La violencia indiscriminada no debe tener cabida en nuestro ordenamiento social, y tanto más si ésta viene de parte del Estado.
Hay en todo esto una responsabilidad penal que se está pasando de largo, y que va mucho más allá de la responsabilidad política. Tanto la Gobernadora Civil como el Jefe de Policía susodichos, además de cada uno de los agentes de policía, antes que para ninguna otra cosa, están para cumplir y hacer cumplir la ley, comenzando con sus propias personas; incumplirlas, abusar de autoridad, emplear gratuitamente la violencia contra las personas con el agravante de su posición de dominio, no es sino un crudo delito penal por el que quien lo incumpla, o quien no vele por su riguroso cumplimiento, debe responder ante los tribunales. En este sentido, de nada vale que investiguen hechos quienes presuntamente han violado la ley, sino que debe ser la autoridad judicial, la Fiscalía, quien asuma la investigación y depure, en su caso, las responsabilidades a que hubiere lugar. Y responsabilidades hay, como hubo en los altercados de Valencia violencia gratuita por parte de los antidisturbios, la cual ha quedado reflejada en multitud de videos que están al alcance de cualquiera. Dejar impune esta barbarie no es sino consagrar el uso de la violencia represora y autoritaria por parte del Estado, algo absoluta y radicalmente contrario al espíritu y la letra de nuestra Constitución.
No es lo mismo que un individuo –o muchos- usen la violencia callejera o no, a que sea el Estado el que lo haga. No porque haya uno o muchos delincuentes puede el Estado arrogarse el derecho de tratar como delincuentes a la totalidad de los ciudadanos, sino que las Fuerzas y Cuerpos de seguridad deben perseguir “sólo y únicamente” a quienes han quebrantado la ley, y nada más. Así, y en la misma medida, las atribuciones que se han tomado los antidisturbios en Valencia (lo mismo que muchas otras ciudades en otras ocasiones), no deja de ser una forma de delito por parte de esos celosos agentes que han osado, con conocimiento previo y cálculo preciso de su impunidad, golpear a quien le ha venido en gana, como le ha venido en gana y con la saña que a su chulería le ha venido en gana, dando más y mejor la imagen de matones a sueldo que de policías al servicio del pueblo, primero, y del orden, después. Es por esto que la impresión de una matrícula en el casco o en el chaleco antibalas del agente, la cual permitiría identificar sin riesgo de error al individuo-agente, cortaría de raíz de estos abusos, toda vez que las demandas que pudieran interponerse en los juzgados serían contra individuos muy concretos y específicos, liberando así de responsabilidad al Cuerpo, en el que sin duda hay agentes modélicos, por más que éstos hayan incumplido sus obligaciones al no detener por delito contra las personas a los compañeros que se extralimitaron en el ejercicio de su deber.
Si esto se hiciera, otro gallo nos cantaría, y de nada valdría que un Gobernador Civil o un Jefe de Policía o quien fuera ordenara el desvarío que emplear ciertas dosis de violencia, porque cada agente velaría, primero que nada, por sí mismo y haría lo posible por no ser demandado por los ciudadanos, hoy casi todos provistos de ingenios electrónicos capaces de grabarles a ellos como ellos graban en videos a los ciudadanos. Saben, y saben bien, que ante una demanda por exceso de celo o por agresión estarían solos ante el juez, porque los políticos son particularmente hábiles con la higienes y enseguida se lavarían las manos. Una racional propuesta que jamás aceptarán los políticos, naturalmente, porque supondría perder el control sobre las actuaciones de estos agentes, y eso no los conviene, toda vez que el poder verdadero estaría de parte del pueblo, algo que no los conviene en absoluto; pero los ciudadanos deben exigir que esto se lleve a cabo, que cada agente pueda ser identificado por un número, a fin de terminar con esta brutalidad que con tanta frecuencia es ejercida sobre la ciudadanía, entre otras cosas porque es nuestro derecho saber quién de nuestros agentes se extralimita o usa su uniforme para liberar sus frustraciones golpeando con impunidad a los ciudadanos. Es la hora, en fin, no de lamentarse por el pasado, sino de resolver de futuro, de una forma tan sencilla como legal, un problema que venimos sufriendo con excesiva frecuencia, y esta solución podría estar en esa matrícula que bien pudiera ser la del honor.
Decía Jefferson que si el pueblo teme a su Gobierno es una dictadura, pero que si es el Gobierno el que teme al pueblo, es una democracia. Y nada más cierto.
|