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Etiquetas | Antes muerto que en silencio | Monarquía

¿Qué monarquía o qué república?

Sea lo que sea, vendrá solo, empujado por las circunstancias. Aun así, es un problema
Tomás Salinas
martes, 17 de abril de 2012, 06:21 h (CET)
El problema radica en que los españoles confundimos la república como forma de gobierno con los dos períodos de nuestra historia en los que, bajo esa estructura, el desparrame nacional campó a sus anchas. Como siempre pasa, recurrimos a recuerdos e imágenes e identificamos lo que fue con lo que debió de ser. Y, para rematar la faena, en nuestro actual panorama patrio nos asaltan como spam los que asumen para sí mismos conceptos tan universales como libertad, democracia y república. Me refiero a esa izquierda casposa que a la mínima que puede toma posesión de un carro que no le pertenece, a ese socialismo manipulador y mamador que sólo sabe gobernar vaciando la saca cuando otros la han llenado, y que, oportunista y cobarde, únicamente ataca cuando el rival está herido.

República o monarquía. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, que el entorno del rey aparece miserable y patético, y que éste ha metido la pata hasta rompérsela, surgen voces que, mientras le costeaban el menú, no decían ni pío. Del árbol que se cae, podrido en la raíz, hay que hacer astillas, y de las astillas, palillos para hurgarse los dientes tras el festín de la victoria.

Hay que ser coherente y no esconderse nunca. Yo, aunque a nadie le importe, pues cada uno es lo que quiere, me inclino hacia la república como forma de gobierno. Participo del concepto de que nadie es más que nadie por la gracia de Dios o por apellido, que la razón y la posición hay que defenderlas en justicia y con justicia, y que el respeto hay que ganárselo día a día. Creo, sé que el hombre es libre por nacimiento y que tiene el derecho de elegir sí o sí cómo debe ser su vida y quién tiene que representarle.

Pero, y aplicando el sentido común, ni soy ni puedo ser como un republicano de los de la I y II República Española, antes me dejo matar por la causa real. Abomino del federalismo desmadrado, de la ruptura sistemática de la nación, del independentismo absurdo exhibido en ambos períodos. Repudio el ensañamiento, la venganza entre hermanos, la destrucción de las iglesias, los conventos, los periódicos, las casas del pueblo o cualquier muestra de la barbarie salvaje del hombre cuando éste deja de serlo y se convierte en animal.  Recuso y desprecio por inhumanos y cobardes los crímenes escudados en bastardos motivos políticos o religiosos, así como siento el más profundo asco por el libertinaje irracional que, tan interesada como incontroladamente, se desprendió en las épocas de nuestra historia en las que la monarquía rindió armas y abandonó barco y marinería.

La cacería y su accidentado desenlace no es más que una desagradable anécdota que añadir a los habituales comportamientos. El dilema flota en la profundidad de los sentimientos y las convicciones, se fundamenta sobre las actitudes y no sobre los hechos. ¿Qué vendrá tras reabrirse un debate que, en certeza, nunca ha estado cerrado? Posiblemente nada, pues nada se puede provocar. Porque, que nadie se llame a engaño, lo que tenga que ocurrir, ocurrirá sin que los políticos de medio pelo que revolotean sobre nuestras cosechas y nos roban el grano abanderen los cambios. Ya lo dijo Emilio Castelar, en 1873. Nadie acaba con la monarquía, muere por sí misma. Nadie trae a la república, la traen todas las circunstancias, la trae una conjuración de la sociedad, de la naturaleza y de la Historia. Ahora bien, es penosamente evidente que nuestra realeza lleva una temporada jugando con el suicidio. El tiempo dictaminará el final o establecerá el principio. Quién sabe.

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