A veces hay llamadas que cuando se producen nunca sabes que sentimientos te van a producir. Eso me sucedió hace ya unos cuantos meses cuando recibí la llamada de la editorial que con soberana generosidad publica mi nuevo libro La causa de la libertad. La idea era muy clara. Elaborar una antología de mis mejores artículos, bajo un mismo hilo conductor.
Me di cuenta de que con los artículos de opinión sucede algo muy parecido a lo que nos ocurre cuando volvemos a contemplar esas fotografías que guardamos en nuestros álbumes. En cierto modo, los artículos, al igual que las fotografías, atrapan un instante de tiempo casi congelado y nos aportan una información apreciable sobre qué ocurrió, cómo ocurrió, por qué ocurrió, cómo sentíamos y cómo pensábamos. Pero tal vez, lo peor de todo, fue percatarme que muchas de las cosas que escribí en su día, finalmente, acabaron por suceder. Les aseguro que ojalá me hubiera equivocado en muchas de ellas. Porque, en cierta medida, La causa de la libertad, constituye una bitácora para comprender la España actual y una reflexión sobre el sentido de la palabra libertad y, sobre todo, ese estatus que los liberales damos a lo que significa ser ciudadanos libres e iguales. Casi me atrevería a señalar que La causa de la libertad constituye una auténtica tragicomedia valleinclanesca de la sociedad en la que vivimos, no sólo de la española, sino de mucho de lo que acontece en el mundo, pero analizada desde una óptica hispánica.
Pero, les confieso, que el libro tuvo un difícil embarazo. Tuve sensaciones muy dispares mientras lo preparaba: me reí a carcajada limpia, sentí ganas de vomitar, incluso lloré. No hay nada malo en confesarlo. Lloré de rabia y de furia. Me llevó incluso a recuperar el recuerdo de episodios que, religiosamente, mi memoria había borrado, tal vez para no recordar. Porque recordar era un martirio a plazos. Y no podía dejar de olvidar el dolor de tantas mujeres oprimidas en los países islamistas, condenadas a un apartheid social, no en nombre de un Dios, sino en una mala praxis de una religión y de una locura fanática. Y no podía olvidar a tantos homosexuales que mueren ahorcados en medio de la vergüenza colectiva en países como Irán. Y no podía olvidar a tantos cristianos que son perseguidos hasta la muerte en las teocracias islamistas. Ni en los disidentes cubanos y en todos aquellos que malviven en las cárceles inhumanas del asqueroso tirano Castro. Ni, por supuesto, del dolor de tantas víctimas del terrorismo que han estado presentes a cada minuto en mi memoria mientras preparaba el libro. Víctimas que habían muerto por la causa de la libertad. Y me acordé de Gregorio Ordóñez o de Miguel Ángel Blanco.
De Ángel Alcaraz o de Silvia, la niña de Toñi Santiago, una niña cuyo único delito fue ser hija de un guardia civil. Y por supuesto, no me podía olvidar de todos aquellos que perdieron su vida en aquel fatídico 11 de marzo de 2004 y a los que todavía no se les ha hecho justicia. Pero ya se sabe que aquí se vuelve a chocar contra la piedra de la partitocracia, del PSOE y del PP, del PPOE. Todos han escurrido el bulto y se cierran en banda a seguir investigando qué sucedió aquel día. Ellos son, probablemente, los muertos a los que todos debemos perpetuar en nuestra memoria para que frente a la impunidad que se nos está vendiendo haya justicia. Así, en mayúsculas. No es algo baladí. Si no hay justicia, no hay libertad. Porque nadie puede sentirse libre en una sociedad donde impere la injusticia. Esas son las razones por las que la causa de la libertad está más amenazada que nunca.
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