Más allá de Rangún, la populosa y decadente ex-capital de Myanmar -nombre oficial de Birmania desde 1988-, se extiende un país del sudeste asiático, cuya superficie esmeralda es muy superior a la de la península ibérica. Extremado en belleza y pobreza, envidiado hace medio siglo por su pujanza económica frente a sus vecinos, hoy se encuentra en las escalas más deprimidas en todos los indicadores y sus aproximados 60 millones de almas son pasto de penuria. Tras el fallido experimento socialista al que sucedió -continuó- un régimen militar brutal, una Junta que reunía en su batallón de los violadores el compendio de tan exquisito sistema. Myanmar es clave como estado-tapón entre las ambiciones de China e India. La primera, empeñada en su apadrinamiento de regímenes malhechores, en su juego geoestratégico en el Índico con Delhi, es el principal aliado del tercer país más corrupto del mundo.
El objetivo birmano de salir del aislamiento se encuentra con graves problemas internos, amén del económico, entre el que no es menor el enfrentamiento, endémico, entre las diferentes etnias y confesiones. En un estado mayoritariamente budista, sobresalen las que se mantienen con la minoría musulmana "apátrida" rohingya en las lindes con Bangladesh y que arroja ríos de sangre a diario, pese al estado de excepción, y la mantenida con los karen y los kachín, en una zona de grandes recursos naturales y, casualidad, fronteriza con China.
El apaciguamiento de las tensiones internas, además del respeto a los Derechos Humanos en un país vírgen en la materia, es condición sine qua non que la comunidad internacional impone al aparentemente civil gobierno de Naypyidaw -una suerte de capital de cartón piedra creada ex-novo al norte de la desleal Rangún-. Este es, y no otro, el país del que salió, tras un arresto que arrancó mediados los 90 del pasado siglo, la premio Nobel de la Paz en su edición 1991, Aung San Suu Kyi. La hija del referente de las libertades birmanas, recogía hace escasas jornadas, durante su gira europea, el premio más de 20 años después. Símbolo de la lucha por la democracia y la dignidad en su país. Testigo directo de las masacres del régimen durante décadas, de levantamientos populares que siguieron a fraudulentos y aún así no respetados comicios.
De frágil imagen, Aung San Suu Kyi personifica la esperanza de un futuro mejor para su pueblo, de la victoria de la paciencia resistente. Y buena falta le hará a la nación birmana en el largo y tortuoso proceso hacia una democratización, de la que hasta ahora, solo sentimos una leve brisa. Tomo prestada de Aung San Suu Kyi, la siguiente frase: "No es el poder que corrompe sino el miedo. El miedo de perder el poder corrompe a los que lo tienen, y el miedo del abuso del poder corrompe a los que viven bajo su yugo".
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