"Lo raro es bello". No es una frase de
Guillermo del Toro sino del director Andrés Duque , a propósito de su película Oleg y las raras artes , aunque muy bien podría suscribirla el mejicano. Su película La forma del agua , que abría ayer la cincuentava edición del Festival de Cine Fantástico de Sitges , es un cuento colorista que continúa explorando la fascinación de del Toro por "el monstruo" como emblema de lo extraño y lo marginal que, a pesar —o tal vez gracias— a esa diferencia, es poseedor de una belleza única.
No parece una elección cualquiera abrir este aniversario con la nueva película de Guillermo del Toro. Y no sólo por su histórica vinculación al festival ni porque este año sea el padrino del certamen. Podría decirse que la película representa la esencia del festival y de la relación con su público, en donde las palabras raro y bello establecen toda clase de diálogos, derivaciones y sinergias.
No en vano se habla de fans cuando se habla del público de Sitges. Éstos constituyen el núcleo caliente de los espectadores, imbuidos por una pasión recíproca que va de las mentes a la pantalla y de la pantalla a las mentes de quienes las contemplan. Una comunidad que encuentra aquí libertad, refugio e identificación. Aunque si el festival goza hoy de la popularidad que goza, es porque ha logrado —además— abrirse a espectadores no habituales del cine de género, a escuelas, a familias, colocando al cine fantástico en un
status de reconocimiento y respeto. En realidad, el festival se propone a todo el que esté dispuesto a participar de un festín de sangre, fantasmas y universos paralelos en el que, entre capas de tegumento y pus, se celebra colectiva e individualmente, la singularidad estética de lo no ordinario, la redefinición del sentido del gusto (bueno y malo), la ampliación de la realidad a través de sus deformaciones y contorsionismos.
La forma del agua es una película llena de esperanza en la ternura que conlleva el amor por el ser a la vez extraño y semejante. Carece, quizás, de la audacia en el discurso sobre realidad y ficción que sajaba por la mitad el metraje de
El laberinto del fauno . Tampoco este monstruo acuático fascina con la perversidad de aquel fauno ambiguo. No estamos en la Guerra Civil española, por otro lado, ni la película habla de sus estragos en la representación del mundo. La forma del agua, con la que del Toro ganó el último Festival de Venecia, se arriesga a parecer naíf pero se sobrepone a ese riesgo desplegándose desde las fortalezas de su naturaleza de cuento: tejiendo una red de emociones puras que brillan desde su sencillez, culminando en una idea simple pero de calado.
Imposible acometer tal empresa sin un elenco de actores (
Sally Hawkins y Michael Shannon encabezando el reparto) capaces de disfrutar y hacernos disfrutar con sus personajes polarizados y, por supuesto, sin ese engranaje que forman la puesta en cámara y el montaje que otorgan al film un ritmo de paso de baile que coloca la fantasía en un tempo de gracia.
Apertura que anuncia la belleza o la rareza —según se mire— que atesora la programación de esta edición.
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