España, 2017. La ciudadanía, frenética, parece haber enloquecido. Nuestro país arde, con consecuencias funestas, y se separa, con consecuencias igual de funestas. La esencia del cuadro de Goya, el que representa a dos hombres deshaciéndose en garrotazos, parece haberse apoderado de la nación. Muchos oradores, en una mezcla de voz grave y lacrimosa, nos confiesan que, como el hijo adoptivo de Salamanca, Unamuno, les duele España.
Este pueblo está cansado de tanto dolor y tanta filosofía, trufados de sofistas debates de intelectualidad espuria. Cansado de ese ruedo ibérico que entraña otra corte de los milagros, tronos en ferias y salones alfonsinos sin concluir. Necesitamos quijotes, no sanchos; necesitamos a MAX Estrella, no MAXimalismos; necesitamos a marqueses de Bradomín, no a legendarios linajes. Porque, mientras la sonata de estío se extiende en demasía, más lejos queda el martes de Carnaval. Siempre quedará Valle. El nuestro, el Inclán.
En estos tiempos en los que un leguleyo Don Latino acecha en las esquinas, presto a robarnos el boleto de lotería en la oscuridad de luces de bohemia, hemos de reírnos para salir de casa. Reírnos de todas las farsas. Y si tamaña gracia nos produce, no brinquemos. Al otro lado del océano, Tirano Banderas nos vigila, impertérrito desde 1926 en Santa Fe, acaso sin heder la revolución que lo derrocará. Siempre quedará Valle. El nuestro, el de Villanueva de Arosa.
Y en Madrid, todavía queda la cara de Dios, en la calle de Carlos Arniches. En Madrid y en Pontevedra, en Barcelona y en Burgos, en Toledo y en Cádiz… siempre hay quienes piden la cabeza del Bautista. Pobres. Ignorantes todos ellos de que, como la Pepona, quedarán prendados ante el que quieren decapitar. ¿El reo? El ansia de gritar y de creernos pertenecientes a un grupo ¿El reo? Quizás, yo. ¿El reo? Perdón, se me olvidaba; es Don Friolera, ése cuya mujer le era infiel. Como esos políticos que se acuestan con el poder, aprovechando la laboriosidad de sus electores. No obstante, cuando lo mate La Pepona, rapiñaremos sus riquezas: las galas del difunto. Siempre quedará Valle. El nuestro, el que no nació en el Reino de España, sino en el Reino de Poseidón.
España es Valle-Inclán. Tal vez, Valle-Inclán es España. España es el país de los magullados sentimentales, de los mancos con dos manos. El de Lepanto y el carlista-anarquista nos lo demuestran con su legado. Intentó labrar comedias bárbaras en un país de bárbaros; y solo creó divinas palabras. Quiso ser un modernista, esos grandilocuentes tan cultos, rimosos y de versos alejandrinos. Y acabaste, ¿cómo acabaste?, sin Cenizas, pero con la rabia del que ha atravesado una calle de espejos cóncavos, exagerado, instintivo y, sencillamente, genial. Siempre quedará Valle. El nuestro, el que nunca ganó ningún premio, salvo el del recuerdo.
En contra de la vigencia comercial, Ramón María, ¿qué harías tú en estos tiempos?, te enfrentaste a los cánones mercantiles de la literatura. Hiciste un ejército con Azorín y Unamuno. Al otro lado, Jacinto Benavente —todo un Nobel—, los hermanos Álvarez Quintero y Echegaray. Tres contra cuatro. Cuatro contra cuatro, con Sawa, el eterno Max Estrella. Les mostraste el retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte; y para ti guardaste, curda sobrio, el tablado de marionetas para educación de príncipes. Qué astuto, lazarillo de tu ingenio, como el de Tormes. Siempre quedará Valle. El nuestro, el que murió mientras España se despedazaba… no por vez última.
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