Casi llegando al final de verano y tras unas semanas de vacaciones, me parece interesante retomar esta columna con una historia que he vivido la primera quincena de agosto.
Los tiempos cambian, y los jóvenes traen consigo nuevos modos de disfrutar de la playa. Las palas, los castillos de arena, enterrar al amigo, navegar con el neumático del tractor o la colchoneta pasan a segundo plano. Hoy día, los adolescentes entre chapuzón y chapuzón salen precipitadamente a su toalla para observar con detenimiento e interés su teléfono móvil y leer los sms, whatsapp, tweets que han recibido.
Hemos puesto al alcance de los niños los últimos avances en la tecnología, pero sin un control sobre el uso responsable de la misma. Los hemos convertido en esclavos, les hemos creado la necesidad de estar siempre conectados y lo peor de todo, es que nos estamos convirtiendo (jóvenes y adultos) en adictos al móvil.
Algunos estudios y expertos en adicciones alertan de que muchos jóvenes dedican más tiempo al móvil que a la televisión. No cabe duda de que el celular ha mejorado nuestra manera de relacionarnos, pero hemos olvidado la finalidad del mismo, más que una herramienta para la comunicación, los jóvenes ven en éste un instrumento de ocio o de interacción entre amigos. Ya veo para el próximo curso la demanda de los padres exigiendo que los centros educativos incorporen una asignatura que enseñe a sus pequeños como usar correctamente el teléfono. Mientras los padres como inocentes corderitos dirán aquello de: “yo no lo sabía”, o “yo no quería”. La escuela nuevamente a cargar con la irresponsabilidad y la incompetencia de los progenitores.
Pues miren por donde, este mes de agosto he observado un ejemplo parecido. Como todos los veranos, siempre suelo buscar playas más a o menos tranquilas para desconectar del trabajo, poder escuchar el sonido suave de las olas del mar, que se entremezcla con algunos gritos de niños, de gente llegando o saliendo, o con el tac tac de la pelotita y las palas, etc.
Pero este año, ahí estaban ellas, un grupito de jovencitas, entre las que destacaba una de pelo largo, rubio y con un pito estridente por voz que te ponía los nervios de punta. La niña cada día daba una clase magistral a sus amigas sobre las virtudes de su nuevo teléfono móvil, smartphone, android o como se llamase, y el aparatito no dejaba de hacer pitiditos, vibraciones, melodías, etc.; a lo que la niña aclaraba que cada uno de los sonidos respondía a un tipo de mensaje o actualización de red social, en definitiva que la pajarita me hacia partícipe a mí de si recibía un sms, un whatsapp, un tweet, o una actualización de sus redes sociales.
Mientras todas la escuchaban estupefacta, la niña puso la guinda al pastel, “Hay chicas me tienen agobiada entre Dani por whatsapp, Ruben por Facebook, y mi novio por no sé donde”. Finalmente me levante y pensé no habrá un mensaje que le indique “niña eres estúpida”.
Vivimos una realidad digital que no hace perdernos y disfrutar el momento y el tiempo con los que nos rodean, perdemos la riqueza de la comunicación con la gente cara a cara.
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