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El bicho que picó al tren

Hay seres que, por soberbia, se creen tan superiores a los demás mortales, que su ego les empuja a la perversidad para afirmar su torcida naturaleza
Ángel Ruiz Cediel
viernes, 31 de agosto de 2012, 07:08 h (CET)
Niego rotundamente la definición clásica de izquierdas y derechas, porque son un anacronismo que no tiene la menor representación y validez en los tiempos que vivimos. Para mí, sólo hay dos clases de personas: las que consideran que ellos tienen todos derechos y los demás también, y las que consideran que ellos tienen todos derechos y los demás no. De entre los segundos, curiosamente, hay tantos personajes entre las llamadas derechas que entre las llamadas izquierdas, de tal modo que en realidad esas definiciones añejas son una suerte de totum revolutum en el que no hay Dios –o san Lenin- que se aclare. No sirve, en fin.

Esta suerte de perversos que se consideran por encima de la especie, son ciertamente inhumanos, al menos en tanto que para hacer valer “sus” derechos y prerrogativas, no sólo se los niegan a los demás, sino que son capaces de ver a los demás mortales como una especie inferior, animal o ni eso, que están ahí para darles gusto a cualquier psicopatía que tengan, o simplemente para rellenar todo este mundo con algo que los alabe y los sirva. Podría nombrar de corrido con nombres y apellidos a mil personajes de esta infame catadura en los dos partidos mayoritarios españoles, y a otra buen legión entre los mandamases y altos cargos de los taifas autonómicos. Son, aunque ellos se crean otra cosa, como el bicho que picó al tren, definición que en sí misma habla de su maldad consustancial y las extremamente ajenas naturalezas a lo humano que los definen.

Generalmente no suelo escuchar los discursos o declaraciones de ningún personaje de la política o del gobierno, porque ellos mandan menos en España y cuanto sucede que yo en mi casa si está presente mi señora. Es indiferente lo que digan, no sólo porque se desdecirán una docena de veces a sí mismos en las siguientes horas –ni cuento en las siguientes semanas o, si uno tira de hemeroteca, en los siguientes meses-, sino porque los que mandan son otros y no están en España. Si alguna vez deseo saber qué han pronunciado, prefiero lo escueto de un titular para evitar embarrarme en su palurda verborrea, y sólo para saber lo que los mandamases de las logias centrales han decidido para nosotros. Y punto. Sus habilidades, a mis ojos y a mi entendimiento, ponen a los asnos o los monos por encima de la especie humana, y a eso sí que no estoy dispuesto: ¡pobres asnos y monos!

Cuando uno ve en los telediarios cómo a la policía norteamericana de doquier le gusta balear a la gente (desarmada y sin que suponga ninguna amenaza) hasta agotar sus cargadores, se queda estupefacto. Son imágenes de una animalidad tal que no existe tan execrable parangón en ninguna de las muchas alimañas que abundan en la naturaleza del planeta, y, por eso, uno se piensa: son como el bicho que picó al tren, una especie inexistente en teoría, pero que puede hacer que una locomotora de ferrocarril se rasque. Son malos, sin paliativos ni atenuantes. Y lo mismo se puede decir de esa policía sudafricana que masacró en un genocidio televisivo a un grupo de mineros en huelga. Y lo mismo de los revolucionarios libios que hicieron lo que hicieron con Gadafi y sus partidarios. Y otro tanto con los rebeldes sirios y sus prácticas de lanzamiento de civiles desde azoteas o su propensión a matar todo lo que se mueve y no pertenece a su grupo.

La empatía es importante. El sentimiento de pertenencia a un grupo es importante, pero ningún bicho que picó al tren lo siente o la tiene. Es la empatía y la conciencia lo que nos impide acabar a los humanos “normales” con la vida de nuestros semejantes, sencillamente porque los semejantes son tan humanos como nosotros. Sólo cuando deshumanizamos a nuestros semejantes, podemos matarlos, como lo hacemos con una vaca, un pez o cualquier otra bestezuela de las que nos alimentamos –aunque a algunos les gusta matar “por deporte” o “por diversión”-. Los humanos “normales”, no podemos hacer daño sin tener que soportar insufribles cargas de conciencia; pero el bicho que picó al tren, sí. En esta categoría de “bicho que picó al tren”, hay políticos que son capaces de morder o picar incluso con la boca cerrada, no habiendo en ellos ningún signo que pueda hacer sospechar a quien los observa que son humanos, porque mimetizan su apariencia con la nuestra. Me estoy refiriendo, claro, a esos cargos electos -¡joder con los votantes!-, que se han creído no la mano libertadora de Dios, sino Dios mismo encarnado, o aun el Dios que creó a Dios. Varias presidentas taifas autonómicas españolas responden a esta definición. También en esta infame categoría hay políticos y gobernantes que se afanan en la destrucción del país, o, dicho en términos apocalípticos –Apocalipsis, 17-, en entregar su poder la Bestia, bien sea como tributo de profesión (satánica) o como deber de logia, siendo que esta entrega de su poder supone la donación en régimen de esclavitud de la población misma de esa nación otrora soberana. No hace mucha falta dar filiaciones, especialmente en estos días en que tanto España como Italia, Portugal, Grecia y el mismo Vaticano –no sé quienes serán los otros cinco reyes que según ese capítulo del Apocalipsis entregarán su poder y su corona a la Bestia-, abogan en público y en privado por la abolición y extinción de sus países y su integración en una macronación –la Bestia- europea y aún mundial. Espantoso. ¡Joder qué miedo!

El bicho que picó al tren no tiene ninguna clase de empatía con los seres humanos. No siente nada por ellos, sino que sólo son paganinis de sus vicios, esclavos de sus placeres o carne que usar para lo que los convenga, siquiera sea divertirse viendo cómo mueren o se matan. Digo esto último no sólo por todos esos ricachones de Europa que fueron a la exYugoslavia a practicar la caza humana como francotiradores -¡ah, el deporte, qué sano y divertido!-, sino porque todas las últimas guerras habidas en el mundo –primaveras árabes y todo eso, además de las guerras de barrio-, son un divertimento en crudo y un negocio para todos estos bichos. Baste decir que las potencias humanitarias que tanto han velado por el éxito de estas revoluciones hicieron su agosto a base de bien, primero vendiendo armas a tutiplén a ambas partes, y luego concentrándose en una, pero a la vez armando también a los vecinos, por si acaso. Total, que se han embolsado millonadas tales que pueden pagarse tres o cuatro crisis como la actual como si tal cosa. Y es que no hay mayor negocio que el del sufrimiento de los demás.

Hoy no se hacen negocios con pequeños bienes, sino que se compran y venden países con todo lo que contienen. La muerte de los demás y su sufrimiento –incluida la caridad- es un gran negocio, el mayor de todos. La guerra, las pandemias, el hambre, la miseria, son excelentes fuentes de ingresos, razón por la cual se inventaron las armas climáticas para que haya hambre, las bombas étnicas por si alguien se mueve demasiado, y se enfrenta a los pueblos entre sí –las guerras más crueles son las civiles- para que ellos y sus vecinos sufran y gasten fortunones en las armas que quienes les enfrentan les venden. Y al mismo tiempo se divierten, cruzándose apuestas entre ellos para ver cuánto aguanta éste o aquél. Seguramente, Irán se equivoca si cree que le van a bombardear, porque lo van a reventar desde dentro, al estilo primavera árabe. Ya lo están haciendo con Rusia, y miren cómo ha salido corriendo de Tartús y de Siria: como un conejo. Y es que la hora final de Siria, ha llegado: septiembre, estreno en todo el mundo.

Pero el bicho que picó al tren tiene también sus crías, no se vayan a pensar otra cosa. Son los ministrillos y altos cargos menores, como ésos que velan porque se cumplan las leyes que imponen que inmigrantes y pobres no tengan acceso a la Sanidad, o que los más desesperados tengan cerradas todas las puertas del trabajo o la subvención que podría retenerlos del lado de la honradez. De sobra es sabido que si a los inmigrantes y a los pobres se les quita la Sanidad –o la tienen que pagar mediante delincuencia, que es a lo que les empujan oficialmente porque no tienen oportunidad de encontrar empleo- tendremos garantizadas terribles epidemias y pandemias, así de piojos o de sarna como de enfermedades tropicales o peores –ébola, por ejemplo-, lo cual representa un soberano negocio para los laboratorios farmacéuticos y para los comisionistas, además de solucionar en cierta forma el desempleo y, consecuentemente, aliviar los gastos del Estado. Y de sobra es sabido que si la gente tiene que comer y tiene fuerzas pero le falta manera honrada de encontrar recursos, van a robar y puede que a matar, que es a lo que les empujan estas medidas absurdas, resultando con ello un negocio redondo porque van a tener argumentos para montar el Estado Policial, a la vez que hacen un negocio redondo con la venta de seguridad. Para los que tienen edad suficiente, sin embargo, esto no es nada nuevo. En los años siguientes a la llegada de la democracia en España, vivimos una ola de delincuencia tal en España –sin castigos judiciales, pues liberaban enseguida a los delincuentes detenidos- que se dejaron de cobrar en efectivo los salarios y de pagar en efectivo los recibos de electricidad y todo eso, y se hizo obligatorio cobrar y pagar sólo a través de los bancos, aparecieron mil ejércitos de seguratas por doquier y comenzó el mundo a llenarse de cámaras y las casas de puertas de seguridad y enrejados, para fuéramos acostumbrándonos a vivir entre rejas. ¿Lo cogen?... Pues eso.

Puede que a usted estos personajes le parezcan humanos por el número de brazos o de pies; pero no lo son. Ni piensan como usted, ni, desde luego, son como usted, y si tienen que devorarle, lo harán sin que siquiera se les salten las lágrimas. Lo harán riendo y celebrando, seguro. Son el bicho que picó el tren. Maldad en estado puro.

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