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Etiquetas | Sociología

La agonía de la esperanza

La evolución de las sociedades está desembocando, aparentemente, en la extinción de la esperanza
Ángel Ruiz Cediel
lunes, 24 de septiembre de 2012, 08:44 h (CET)
“Ahora la sensación es extraña, amortiguada, ajena y propia al mismo tiempo. Una incomprensible vorágine que desde no se sabe dónde somete al organismo, produciendo en él respuestas automáticas. Frío, calor y necesidad, se replican al punto en inacción, acción, división... No entiende, no comprende cuanto sucede; pero en el caos hay sutil orden, se obedece al orden: se es el orden.

La emoción surge y se encarama a la sensación, sometiéndola. Ahora conoce lo que necesita y lo que no, aunque vagamente; ahora es ahora, y lo sabe. Sabe y conoce que al día le sigue la noche; que al hambre, la necesidad de saciarla; y que al deseo se le logra satisfacer con ciertos ritos, a veces sangrientos: es la Ley. Hay afecto, hay temor, hay necesidad..., y a todo ello se le busca remedio o consuelo. Sueña y tiene necesidad de compartir el tiempo recién descubierto con los otros semejantes, no sólo para lo imprescindible, sino también para lo apremiantemente innecesario. Sin embargo, el mundo es inmediatamente distante, próximamente lejano, absurdamente incomprensible: sólo sabe y conoce lo que perciben los sentidos, y los sentidos advierten cosas sueltas y desordenadas, olores dispersos, imágenes cognoscibles e incognoscibles.

Ahora le alumbra la inteligencia, imponiendo cierta disciplina a sus sensaciones y a sus emociones, y es capaz de extraer consecuencias de los sucesos. Ahora, además, comprende, asocia y resuelve: asimila constantemente porque saca provecho de todo ello. Y lo primero que ha asimilado es que todo tiene efectos, hasta el acto más insignificante; lo segundo, que nada es gratis, que la vida es extremadamente cruel: la muerte natural apenas existe en su medio.., excepto para ellos. Todo es devorado por otro o por otros..., excepto ellos; al menos, no siempre. Sabe que pertenece a una especie débil que únicamente sobrevive porque se sirve de su inteligencia... y del grupo, que es decir de muchos sentidos sumados y muchas inteligencias reunidas.

En este extracto de mi novela “Lemniscata”, resumo a vuela pluma las capacidades de los seres vivos, desde sus estadios más primitivos a los más evolucionados o complejos: sensación, para los elementales; sensación y emoción, para los complejos; y sensación, emoción e inteligencia para los más evolucionados, aquellos que podríamos considerar como superiores, tal y como sería el caso de los humanos. Faltaría en esta clasificación, por más que se infiera, nombrar el papel fundamental de la esperanza. Un factor irrelevante en el caso de las criaturas elementales, apenas con horizontes en los seres complejos, y fundamental en los superiores. Nada espera una ameba o un bacilo (son eternos), por ejemplo, sino responder a sus sensaciones; algo espera un perro o un caballo, aunque no lo comprenda bien y su esperanza se limite a sobrevivir lo mejor posible o aun a que su amo lo premie o lo acaricie; y todo lo espera, o lo debiera esperar, un homínido o un humano, porque comprende, coliga y proyecta, y sabe que hay un futuro en el que tiene un espacio propio o lo tienen sus descendientes. Así, la motivación de las acciones de las criaturas vivas, en muy buena medida, está fundamentada en la cantidad de esperanza que los animan.

Con degollinas y sin ellas, la esperanza ha movido el mundo. Grandes esperanzas que se proyectaban incluso más allá de la vida han animado a casi todas las culturas remotas, promoviendo lo mismo ciertas conductas generalizadas que alumbrando el nacimiento de las religiones; según avanzó la Historia estos horizontes se fueron haciendo más cortos o miopes, de modo que los grandes credos fueron sustituidos por ideologías, frecuentemente sostenidas con iguales o parecidas matanzas; y ahora, en este estadio en que nos encontramos, parece que lo mismo que se disolvieron los grandes credos en los pequeños, los pequeños se disuelven en la nada que tan firme parece avanzar en todas las sociedades contemporáneas. 

Hubo sangres porque había grandes esperanzas tan firmes que ante ellas incluso la propia vida de los individuos no valía nada (guerras religiosas), acaso porque creían en la eternidad, que es un tiempo mucho más largo que la existencia mortal; las hubo menores como las ideologías, pero en su materialización también los hombres supieron incluso renunciar a sus propias existencias, sacrificándose por ver implantados sus modelos sociales (guerras ideológicas o políticas), procurando que aunque ellos no se beneficiaran de sus utopías lo hicieran sus descendientes; y ahora que no hay ninguna, que todo credo y toda ideología pertenece al pasado, da la impresión que regresamos a la animalidad de la esperanza mínima o nada más que de la sensación, cual si hubiéramos renunciado a nuestra condición de seres evolucionados.

Conmociona que haya ONGs que se dedican a comprar esclavos en Sudán para liberarlos, y que éstos, apenas se saben libres, regresen en cuanto les es posible a los esclavistas para que los acepten entre sus siervos, porque así pueden sobrevivir. El miedo a la libertad, a la incertidumbre o incluso al peligro convierte a los hombres en esclavos porque carecen de esperanzas. El burro libre siempre regresa al herrén y al calor de la cuadra, aunque su vida sea dirigida a latigazos. Algo así parece que está sucediendo en buena parte de las capas sociales, y ya no es infrecuente no sólo el hecho de que no se aspire a ningún horizonte algo más lejano que la rutina (ni del más allá eterno, ni del más acá ideológico), sino que se acepta el rebenque y la cadena sin rebeldía, con una sumisión casi animal o, lo que vale lo mismo, sin esperanza.

No debiera ser así con los jóvenes, sin embargo, encarnación natural tanto de la osadía como de la rebeldía –y por ello mismo de la esperanza-. Nada más natural que el que los jóvenes quieran enmendar la plana de sus mayores y establecer nuevas utopías adaptadas a sus pareceres: eso es la evolución, al fin y al cabo. Lo que choca, adempero, es que no se rebelan contra los poderes que los oprimen y niegan el futuro con crisis que no son suyas o privándoles de la posibilidad del trabajo que los proporcione la independencia de acción, sino contra quienes los impiden divertirse como desean, tal y como hemos visto en este fin de semana en que tanto en Madrid como en Holanda se han producido violentos altercados porque no los dejaron participar –por aglomeración excesiva- en algunas fiestas. Lo que no se ha producido por la decadencia que asola el mundo, empujando a las masas a la miseria y a un futuro sombrío, se ha verificado porque a unos cuantos jóvenes no los permitieron disfrutar en un fiesta musical o en una movida de película. Muchos heridos y detenidos, y una cantidad enorme de destrozos, así lo atestiguan.

Da un poco de miedo todo esto, porque es un síntoma peligroso. La esperanza, parece, se disuelve en la nada, y da la impresión de que ya no hay utopías a las que dirigirse o algún más allá hacia el que encaminar los pasos. Lo efímero, lo placentero, lo animal, sustituye a la brizna última que salió de la caja de Pandora, lo único que podía hacer soportables los días de los hombres. Pero lo peor de todo es que no son sólo los jóvenes. Pocos son los que sueñan ya con horizontes de justicia o de equilibrio, conformándose con un ir pasando las horas dándole gusto a un cuerpo que ha renunciado a su parte sublime, el alma. Y los hombres sin alma son nada más que animales en dos patas. Prima lo efímero, el salvarse uno, el placer del ahora, el tener sobre ser, la perversidad de la risa -¿quién dijo que la risa es buena, si siempre es contra otro?-, la alegre intrascendencia, la desoladora nada.

El mundo que conocemos se hace cada día más perverso e injusto, pero lo hace porque no tiene oposición pues que agoniza la esperanza: ya nada se espera, cual si alguien hubiera gritado sálvese quien pueda. No hay rebeldía ante el abuso del otro, ante la degradación de la naturaleza humana. El horizonte se ha acortado tanto que ya se puede tocar casi con las manos. Los hombres nos hemos hecho miopes y no vemos ya causas justas por las que luchar o incluso por las que morir, prefiriendo los sueños narcóticos a los naturales, respirar a aspirar, cuerpos a almas, lo placentero a lo sublime y lo emocionante a lo intenso. Mejor jugarse la vida en un deporte de riesgo o morir en un enfrentamiento porque no nos dejen entrar en una fiesta, que ponerse en riesgo por una causa justa. No hay causas justas sin esperanza, porque nada se espera. Pocos o ninguno quieren que los liberen de la cadena de esclavos, por eso no escuchan otra cosa que música o que monólogos que procuren risas plásticas y forzadas; y, si lo hicieran, enseguida volverían al herrén de un puesto en la cuadra: mejor el azote que la incertidumbre.

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Es propio de estas fechas hacer balance del año. Pero, entreviendo conclusiones poco gratas, opto por emprender una cavilación breve y escrita sobre la noción, más genérica, de cambio o transformación, ese “leitmotiv” recurrente del progresismo contemporáneo cuando medimos cualquier mutación en términos de avance social.

Cuando las jerigonzas se extienden en los ambientes modernos, las habladurías altisonantes no pasan de generar unas algarabías sin sentido. Los hechos repercuten en cada ciudadano, sin guardar relación con lo que se dice. Se consolida una distorsión de graves consecuencias, lejos de ser una rareza, se generaliza en la práctica diaria.

Como la lluvia fina que parece que no, pero cala hasta los huesos: el mensaje es claro, quieren que acabemos pensando que “lo que nos viene encima es irremediable”, que los recortes que van a dar en el Estado del bienestar de aquellos que todavía tienen la suerte de tener una nómina, son absolutamente necesarios.

 
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