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El ausente archipresente

Puigdemont ha revitalizado el subgénero teatral del sainete grotesco
Diego Vadillo López
viernes, 12 de enero de 2018, 07:02 h (CET)

El título que sirve de anclaje al presente artículo pudiera parecer el de una comedia de enredo de nuestro Siglo de Oro, no en vano el personaje que lo suscita pareciera escapado de dicha época: modrego y apicarado; pretencioso y montaraz… ya se imaginarán por dónde voy.


Lo que sí se le puede reconocer al interfecto es el mérito de obrar una paradoja tamaña que ni nuestros místicos renacentistas (avezados constructores de paradójicas e indecibles cavilaciones) la hubieran podido concebir: ese estar sin estar; ese querer gobernar aquí estando allí…


Emparenta asimismo el inefable Puigdemont con ciertos personajes, celebérrimos, de nuestra literatura, ya imbricados en el imaginario colectivo, que se caracterizan por estar en la obra sin comparecer más allá que en la alusión que otros hacen de ellos. Me vienen, así, a vuelapluma, los casos de Dulcinea (la idealizada dama por la que Don Quijote bebía platónicamente los vientos por entre sus propias dislocadas ventoleras) o Pepe el Romano, el semental que tenía desasosegaditas perdidas a las hijas de Bernarda Alba, ese que sin decir esta boca es mía en toda la lorquiana pieza dramatúrgica la lio más parda que cierta chiquilla, pelín atolondrada, la cual salió en el programa Callejeros 

lamentándose de haber mezclado “de aquella manera” los químicos empleados para la desinfección de una piscina.

Pues bien, Puigdemont, como decimos, quiere gobernar sin estar; mover los hilos de la trama sin personarse en el noreste de nuestra piel de toro, que, mal que le pese, es la suya.


Desde que se pirase, tras la deflación producida en las ilusiones de sus seguidores una vez declaró una independencia “de la señorita Pepis”, este exmandatario se ha tornado paulatinamente más y más desconcertante. Actuando de manera tardoadolescente, como por aventurados impulsos, al arbitrio de la coyuntura del momento, apareciendo y desapareciendo con los más diversos disfraces, cuando de lo que se trata es de respetar la ley y punto.


Mientras tanto, aquí en España, y más concreto en la casa de la representación parlamentaria nacional, Gabriel Rufián, verbigracia, se lo pasa de coña, paseando con ademanes dandis y aire perdonavidas y haciendo performances de cara a la galería con objeto de epatar, porque el actual tiempo político es el del titular (o hashtag) demagógico-llamativo. Rufián, como tantos otros es un enunciador de lacras apócrifas que inhuman lacras reales y apremiantes. Y lo hace cuando ya todos sabemos que la mera enunciación de un problema no lo resuelve… solo genera debate, un debate estéril las más de las veces. Rufián es consciente, pero le da igual. Él se ha hecho un personaje-petimetre henchido de afectación que le rinde bien. Puigdemont ya lo era cuando llegó a nuestras vidas para gloria del sainete grotesco… o del astracán.

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