Cuando de sanidad se trata, no parece tan descabellada la sentencia de Nietzsche cuando afirmaba que “un político divide a las personas en dos grupos: en primer lugar, instrumentos; en segundo, enemigos”. Si tuviésemos que valorar la orquestación del desmantelamiento progresivo del Estado de bienestar español en las dos últimas legislaturas, podríamos hablar de ópera magna o de aúrea sinfonía. Sin duda hemos presenciado, sin ser conscientes de cómo estaba ocurriendo, una finísima maniobra de enfrentamiento entre pacientes y sanitarios que no ha tenido paragón en la mejor tragedia bélica representada en escenarios. El primer tijeretazo, en DO#, hacía jirones los generosos presupuestos que habían convertido a la Seguridad Social en el orgullo y buque insignia de la inversión (que no gasto) estatal; la envidia de un sistema en auge, sostenible y vanguardista.
Y así fue. Las voces que se alzaron denunciando lo que se venía encima fueron tachadas de alarmistas y sensacionalistas por los periódicos al servicio del propio ejecutivo que ponía en marcha la desmanteladora. Por una parte, llegó el repago farmacéutico (que no copago), queriendo convencer sin éxito e imponiéndose, por ende, de que el ciudadano pagaba solo parte atendiendo a su renta. ¿De dónde saldría la otra parte que supuestamente no pagábamos? Efectivamente, de los impuestos que directa o indirectamente ya tributábamos. Por otra parte, la cizalla fue recortando las plantillas de atención primaria, centros de especialización, hospitales, centros de diagnóstico y laboratorios. Una criba, que presentada como la decandencia de la atención sanitaria, fue el punto de inflexión oportuno para engordar las listas de esperas y externalizar a la sanidad privada la demanda, que de repente, la sanidad pública no podía atender. Y claro, para crear la demanda era necesario inventar y perfilar el problema, naciendo de este modo la, no vista hasta entonces, desasistencia de sanitarios que se quejaban en lugar de arrimar el hombro cuando más falta hacía.
Y como en una pieza en Re bemol, los ánimos crispados a la par que resignados, daban paso al primer pase de máscaras. En los pasillos de urgencias comenzaban a hacinarse los enfermos, cada vez daban más vueltas las manecillas antes de pasar por consulta, las jornadas de los médicos se dilataban y los pacientes, en lugar de exigir a los políticos condiciones laborales dignas para los especialistas, comenzaron a agredirlos presos de la desesperación. Probablemente yo también lo hubiera hecho, pues hubiera implorado caridad con tal de que asistieran a mi ser querido que palidecía. Lo peor de todo es que esto no exagera, ni por asomo, la situación de colapso que ha dejado varios muertos en los pasillos de urgencias al no ser asistido después de horas. Y como en todo musical que se precie, cuando los clarines de la desesperación se extinguían en el silencio, aparece un redoble culminado con platillos que presenta al público el plan maestro: ¿no sería mejor apostar por una sanidad privada de calidad, que por la agonizante y colapsada sanidad pública?
Habíamos rebobinado la historia hasta ese punto en que la asistencia sanitaria era un privilegio que unos pocos podían costearse. Y como tantas veces ocurre, decidieron cambiar de plano y hablar de fronteras, banderas y conflictos internacionales. De momento, empezaron a florecer hospitales concertados, seguros sanitarios y servicios que antes eran gratuitos, presentados por una cuota mensual y una tablet de regalo. La mal traducida palabra china 危机 (Wei Ji), Wei = peligro y Ji = oportunidad, fue utilizada de forma interesada para generar la oportunidad a través de la puesta en peligro de millones de usuarios que estaban enfermos, eran discapacitados o dependientes. ¿Qué dijeron los artífices de todo esto? Pues muchas cosas, que sonaban como gotas de aguacero sobre techo de uralita: que los hospitales no estaban administrando bien sus fondos (en lugar de controlarlos), que los servicios no estaban a la altura de lo que ofrecían las clínicas privadas al haber quedado obsoletos (en vez de invertir en ellos), que la crisis obligaba a recortar y cerrar alas completas de hospitales (pasando a considerarlos gastos y no inversión), que era prioritario sanear la banca privada (con dinero público que no devuelven) o que la inmigración y las pensiones habían vuelto insostenible el sistema (en lugar de la corrupción y la sangría a los fondos del pacto de Toledo).
El escritor y caricaturista estadounidense Kin Hubbard decía que “cuanto menos aporta un político, más ama la bandera”. Sin embargo, algo está claro, patriotismo no es favorecer la precariedad y enfrentar a los ciudadanos en beneficio de los negocios. En poco tiempo, aquellos que pudieron, seducidos por el miedo a quedar desasistidos y atraidos por las resplandecientes clínicas asépticas que recordaban a la sanidad pública en sus buenos tiempos, comenzaron a domiciliar los recibos de las igualas. Los que no pudieron, se encomiendan a sus dioses, escuchándose plegarias más auténticas en los quicios de triage que en cualquier iglesia o templo. No obstante, del mismo modo que los comen no se acuerdan de los que pasan hambre, el clasismo y el enfrentamiento ha rebrotado con más fuerza bajo consignas repetidas mil veces como ¿por qué pagar la sanidad de todos, pudiendo pagar sólo la mía?
La abyecta miopía del egoísmo y la inconsciencia de estar pagando la Seguridad Social además de la privada, no les permite ver que esos impuestos se están malversando en lugar de invertirse, sin tener la posibilidad de dejar de pagarlos. Cuando el sonido del diálogo se convierte en ruido de discusión ya no es posible escuchar al otro, no cayendo en la cuenta de que la investigación financiada por un país puede ser (como fue) mayor y más efectiva, universal y preventiva, que el gasto que conllevaría un tratamiento privado. “La historia nos enseña dos cosas: que jamás los poderosos coincidieron con los mejores y que jamás la política fue tejida por los políticos” (C.J. Cela), pero le debemos reconocimiento vitalicio de haber introducido ideas nocivas en el inconsciente colectivo de la población mientras las arcas del Estado se vaciaban. En el momento en que consiguieron convertir al conciudadano en el enemigo, tuvieron carta blanca para convertir la sanidad, la educación y la justicia en nichos de mercado.
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