La imagen fiel de Dios es la belleza interna, la libertad, la claridad, el amor desinteresado, nuestro verdadero SER. Si pensamos solamente en nosotros, alimentamos nuestro pequeño yo, alimentamos nuestro Ser individual. Entonces llegamos a ser nuestra imagen individual. Y nuestra imagen propia es nuestro yo. Tal como sentimos, pensamos y hablamos, así nos imponemos un sello individual a nosotros mismos, porque lo humano inferior, es decir lo no divino que creamos, se introduce en la estructura de partículas de nuestra alma. De allí irradia a través de todo el cuerpo impregnándolo con ello totalmente. Nuestra constitución externa, todo nuestro comportamiento, nuestros movimientos, nuestros gestos y mímica, nuestra expresión del rostro, así como la forma de nuestro cuerpo, son la imagen de nuestros sentimientos, sensaciones, pensamientos, palabras y actos.
La gente joven es frecuentemente bonita, porque es joven. Sin embargo la verdadera belleza es la luz que irradia de un alma madura, independientemente de la edad terrenal. La belleza resulta de los valores internos, de la virtud y pureza del alma. También del rostro de una persona anciana puede irradiar el brillo de la bondad y del altruismo. Con los años los aspectos característicos de nuestro mundo de sensaciones y pensamientos se van grabando más y más en nuestra figura externa. Al mirarnos sinceramente en el espejo, este nos muestra qué aspectos humanos nos caracterizan.
Mediante la auto-observación de nuestro comportamiento podremos reconocernos y tomar las medidas necesarias para nuestra vida. Entonces podremos decidir libremente: ¿Queremos ser divinos o no divinos, es decir permanecer siendo netamente humanos? Divino significa, entre otras cosas, estar sanos, fuertes, alegres, equilibrados y dinámicos. Humano significa en el transcurso de nuestra vida: estar cansado, ser débil, problemático, pendenciero, enfermizo y a menudo gravemente enfermo. Nosotros mismos lo decidimos mediante nuestra manera de sentir, pensar, hablar y actuar.
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