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Luis Méndez Viñolas
Ha publicado en el Diario Sur, Sol de España, bajo la dirección de Haro Tecglen; Ideal de Granada; Periodistas en español; Nueva Tribuna, El obrero prensa transversal; Margen cero, revista cultural; Rebelión, uno en Diario 16 y uno en la revista del Ministerio de Educación. Así mismo una novela ensayo (El club de los suicidas o el malestar de la conciencia). |
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Se repite que el poder corrompe. Es una frase manida que en cierto sentido limita su crítica a una de las partes, al corruptor, ocultando la existencia del corrompido. En la ola de corrupción habida en España se ha visto la palma de la mano del político corrompido, pero no los dedos corruptores que la alimentaban. Misterio.
La paz no es simplemente la ausencia de guerra. Interpretarlo así es un error en el que caen muchos pacifistas. Dado que la guerra es un instrumento de la política, oponerse a la guerra es tener que oponerse a una determinada política. No hay paces en el vacío, ni un piloto automático que las dirija. Al decir política nos referimos a la real, no a frases altisonantes que ocultan la verdad.
El próximo 6 de diciembre se celebra el día de la Constitución. El real decreto que en 1983 instituye dicha fiesta persigue “solemnizar adecuadamente su aniversario”. ¿Algo que objetar? Nada, salvo apuntar que las conmemoraciones tienen una raíz histórica, y que “historia” etimológicamente significa investigación. Cuando festejamos estas cosas ¿hay una finalidad más allá de las pompas? Maquiavelo decía que “todo aquel que desea saber qué ocurrirá debe examinar qué ha ocurrido”.
Hace poco, algunos medios recogían unas palabras de Netanyahu, primer ministro de Israel. La mayoría destacaba la siguiente frase: "La Biblia dice que 'hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra'. Este es un momento de guerra". Otros daban un paso más y completaban la intervención: "Debéis recordar lo que Amalek os ha hecho, dice nuestra Santa Biblia. Nosotros lo recordamos y estamos luchando".
Dicen que el español piensa bien, pero tarde. Estas líneas no tratan sobre este asunto, pero algo tienen que ver. Al sentido de justicia le ocurre como al derecho, hay que aplicarlo con carácter general. Puede haber una sentencia justa en un sistema judicial injusto.
El concepto de un mundo basado en reglas en realidad es una simulación destinada a crear precisamente todo lo contrario, es decir, un mundo sin reglas ajenas que lo limiten. Todo poder hegemónico llega a un punto en el cual pierde el sentido de la proporción, y la soberbia deriva en despropósito.
Hemos vivido décadas flotando sobre una política aparentemente estática. Flotando en el sentido de que no tocábamos el suelo de la realidad (deuda mundial que se multiplica por horas, guerras). La brújula del pensamiento sólo marcaba dos direcciones, izquierda y derecha, sin atender a otras coordenadas.
Los discursos realizados en esta investidura seguramente han confundido a muchos españoles: todos resultaban convincentes hasta que el replicante de turno destruía tal impresión. Quizás operaba la sensación de que las palabras presentes no se correspondían con las gestiones pasadas. Otra cosa que sorprende es que se plantee un referéndum separatista y las cosas no se muevan un ápice.
Deberíamos releer a los clásicos. A Larra, por ejemplo, considerado por muchos lingüistas como el mejor prosista español del siglo XIX. Partes de sus artículos parecen reprimendas desde ultratumba. Son esclarecedores por el contraste que ofrecen entre el pasado y el presente, o mejor dicho, por el poco contraste (es decir, que relativamente no son tan largos los pasos del progreso: a veces dos pasos adelante, uno atrás; otras, dos atrás, uno adelante).
Se afirma que la geopolítica es amoral, e incluso inmoral. Se presenta esta característica como un fatalismo por el cual es imposible que intervengan en ella elementos como la conciencia o la ética. Pero siendo esto cierto, no es una regla de acero. Cualquier definición extrema es siempre inexacta.
La defensa del bienestar –muy relativo en un alto porcentaje-- y el miedo a perderlo puede provocar un descreimiento muy nocivo para la defensa de las ideas, sobre todo si estas son molestas para el poder. Parece que para opinar o tomar decisiones la gente (todos nosotros) no suele mirar hacia adentro, a la propia conciencia, sino hacia afuera, atenta al qué se dice y al ambiente general existente. Mala cosa para la verdad. Otra forma de destruirla es exagerándola.
La cosa no tiene otra transcendencia que la de resistirse a esta tendencia que expandiéndose poco a poco consiste en pretender que las cosas sean lo que no son. La realidad es que ya casi nadie se acuerda de los Camus ni de los Sartre ni de los Marcuse. Y si se acuerda es bien para demonizarlos bien para panegirizarlos. Víctor Hugo (“la máxima del sabio es no exagerar nada” o “de lo sublime a lo ridículo sólo hay un paso”) ha sido arrumbado, seguramente con desdén.
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